Es una constante en la Historia de España: cuando el Estado muestra síntomas de debilidad ante sus enemigos, los nacionalismos (externos e internos) aprovechan para disfrazarse de víctimas, agitar los agravios –en buena medida, imaginarios– y establecer una dicotomía (inmoral, pero que simula ser todo lo contrario) entre la pérfida metrópoli (la nación española, en unos casos; Madrid, en otros), sus antiquísimas colonias o los territorios que aspiran a la independencia. Cabría preguntarse qué ha hecho mal España para, más de un siglo después de perder sus posesiones de ultramar (Cuba y Filipinas), y tras 40 años de la reinstauración de la monarquía parlamentaria, tenga que padecer el desprecio de repúblicas (reales o imaginarias) cuyo único fundamento es la negación tribal de su origen mestizo.
El último episodio –de ayer mismo– es el desaire de la nueva presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, al no invitar a Felipe VI a su inminente toma de posesión. El Rey, en su condición del jefe del Estado, tiene encomendadas las altas labores de representación de España, especialmente –prescribe la Constitución– “con las naciones de su comunidad histórica”. Esto es: las repúblicas que fueron parte de la Hispanidad, con las que compartimos la lengua, la historia, una cultura común y, obviamente, relaciones de índole comercial.
Sheinbaum ha explicado que el motivo de vetar al monarca –que siempre ha cumplido con sus obligaciones, al margen de que su homólogo al otro lado del océano le cayera más o menos simpático, cosa que no puede decirse del gobierno de Sánchez, cuya política exterior es calamitosa porque se conduce por sus caprichos– es no haber recibido respuesta a una misiva de su antecesor, López Obrador, que hace cinco años le instaba a “pedir perdón por la Conquista” y calificaba la llegada de Hernán Cortés a Tenochtitlán, la capital del imperio azteca –México no existía porque, como explica Octavio Paz en El laberinto de la soledad es una creación mestiza– como “un hecho tremendamente violento, doloroso y transgresor”.
La presidenta electa de México asume así el disparatado relato populista de su antecesor y compañero de partido, erosionando gratuitamente unas relaciones que casi siempre han sido cordiales. La nueva mandataria responsabiliza a los españoles del siglo XXI de los hechos de armas de los vasallos de la Corona de Castilla del siglo XVI. Se trata de un absoluto disparate: si los hijos no son, en ningún caso y bajo ninguna circunstancia, responsables de los actos de sus padres, difícilmente podrían serlo los descendientes con cinco siglos de diferencia.
Incluso, dando por buena la demagogia habitual de los políticos mexicanos, los herederos de los colonizadores no son los ciudadanos españoles, sino los criollos que, desde el Grito de Dolores, gobiernan lo que un día fue la Nueva España y, justo antes, el imperio azteca, donde existían masacres y violencia similares a las de la etapa colonial.
Igual que hace Pedro Sánchez en el caso de la Argentina de Milei, Sheinbaum desacredita sin razón la imagen de España para evadirse de cuestiones internas. México tiene un sinfín de problemas sociales: desde la pobreza a la violencia extrema, ambas vinculadas a los cárteles de la droga y su condición (inquietante) de narcoestado, pasando por la desigualdad, el maltrato a la mujer o la emigración.
La nueva presidenta tiene tareas que merecerían toda su atención pero, con el sardónico regocijo de los socios del PSOE –Lo que Queda de lo que nunca llegó a ser Sumar, sección Pisarello– alimenta, igual que los nacionalismos interiores (vasco y catalán), esta innecesaria discordia institucional, pensando quizás que de la mala educación manifiesta podrán obtener alguna tajada política. No parece probable.
España no tiene que reconciliarse con México, ni con ninguna otra nación iberoamericana, porque los lazos que las unen –de igual a igual– fueron restituidos hace ya más de un siglo, sin actos de contrición por parte de nadie, cuando ciudades como Sevilla o Cádiz –las dos urbes más americanas de España–, una vez asumida la emancipación de las antiguas colonias, intentaron mantener los flujos comerciales y culturales entre ambas orillas practicando la fraternidad entre naciones que fueron parte de un mismo imperio y que, sin ir más lejos, en la Constitución de 1812, tuvieron una representación análoga, dada su condición compartida de provincias españolas.
En la capital de Andalucía o en los jardines de la Alameda Apodaca de Cádiz existen un sinfín estatuas, bustos y conjuntos escultóricos levantados en honor de los libertadores iberoamericanos, desde el general San Martín (Argentina) a Simón Bolívar (Venezuela), José Martí (Cuba) o José Rizal (Filipinas). Nadie las vandaliza ni las derriba, al contrario de lo que sucede en algunas de estas repúblicas que se presentan como víctimas, donde los monumentos a Colón, Pizarro o Hernán Cortés son retirados o destruidos. La única diferencia entre un héroe de guerra y un asesino es el bando en el que milita, porque en una guerra –de conquista o de liberación– todos matan a otros. Y matar a un hombre, como dijo Castellio, el adversario de Calvino, no es conquistar o liberar. Es matar a un hombre.
Las hipotéticas responsabilidades históricas no se heredan entre generaciones. Los museos no están obligados a resignificarse. Y los muertos están muertos: tanto los aztecas como los castellanos. Nadie debería usarlos para fines espurios. La Historia no tiene remedio. Simplemente, es. Cada uno es libre de juzgarla, pero exigir que se acepte tan burda manipulación (sea en Bilbao, Barcelona o en México DF) entra dentro del ámbito de la estupidez.
España no ha ofendido a nadie, aunque a sus enemigos de ultramar y a sus adversarios ibéricos les ofenda su mera existencia. Desde comienzos del pasado siglo XX sus relaciones con Iberoamérica –dividida en múltiples territorios por las discordias entre las élites criollas, incapaces de articular un proyecto común– son honorables. Una monarquía parlamentaria nada tiene que ver con una república presidencialista. Felipe VI no es un populista porque reina, no gobierna. No puede decirse lo mismo de la presidenta mexicana.