Uno se hace rey para gastar sin mesura y llevarse a la cama a artistas y vedettes, si los reyes no pudieran hacer eso, se extinguirían todas las monarquías por falta de candidatos. De acuerdo, que el pueblo te salude allá donde vayas, que te rían todas las presuntas gracias por sobadas que estén y que griten "¡guapo!" a tu paso aunque seas más feo que Picio, no está nada mal, pero donde estén unos cuantos millones en cuentas opacas para pagarse los caprichos, más una mujer famosa y de piernas tan inacabables como abiertas, en la real cama, que se quite todo lo demás. Una monarquía ha sido siempre eso, desde que se inventaron ya hace mucho, si no, de qué iba nadie a prestarse a toda su ridícula parafernalia.
El sueldo es bueno y el trabajo escaso, por no decir inexistente, pero eso, que a cualquiera de nosotros nos parecería un caramelo de empleo, es a todas luces insuficiente para un rey. Un rey aspira a más, que para eso es rey. Un rey tiene detrás a toda una dinastía a la que mostrar respeto, un árbol genealógico lleno de pufos monetarios y de amantes famosas, incluso de ilustres bastardos, y si quiere ser un digno sucesor de quienes le antecedieron, está obligado a superar sus hazañas. De la misma manera que todo padre desea siempre que su hijo le mejore, los reyes anhelan que sus hijos se lleven al huerto a cuantas más artistas mejor y se lleven al extranjero cuantos más millones mejor, siempre con cuidado de no confundirse y no pretender ingresar en un banco de las Islas Caimán a la corista de turno. Todavía no las aceptan.
A Juan Carlos le resbala todo lo que le digan, lo mismo que a todos los reyes que han formado parte de la historia, que por algo se sitúan por encima del resto de mortales. Le resbala lo que le diga su propio hijo, el actual rey, como para no resbalarle lo que sale publicado, sea aquí o en Holanda. Ya pueden salir a la luz nuevos líos, de faldas o fiscales, que al emérito le da todo igual. Ha convertido el "dame pan y dime tonto" en un "dame millones y amantes y dime tonto", más apropiado a su alcurnia, para la que un pedazo de pan es poca cosa. Aunque parece todavía más oportuno a su estilo de vida el gongorino "ande yo caliente y ríase la gente", porque, caliente, no hay duda de que anda un rato. O andaba, que ya tiene una edad.
Sus devaneos los pagamos entre todos, que para eso somos los súbditos. Y los pagamos con gusto, porque sabemos que nuestra función no es otra que la de procurar que no le falte jamás una amante solícita en su lecho. Siglos atrás habríamos podido poner a su real disposición a nuestra propia mujer, a todas nuestras hijas e incluso -en el caso de que su majestad tuviera perversiones sexuales- a nuestra octogenaria madre. Hoy debemos conformarnos con pagar religiosamente nuestros impuestos, esperando que una parte de ellos vaya a los bolsillos de Juan Carlos y, por ende, le ayude a procurarse amantes. Era más bonito cuando los reyes iban en persona a casa de los siervos y tomaban a la mujer de éstos en su propia cama, pero tenemos que adaptarnos a los nuevos tiempos, así que pagamos y acto seguido confiamos en que el rey haga un buen uso sexual del dinero. Funcionarios debe haber que le auxilien en su búsqueda de amor.
Barbara Rey hizo lo que se esperaba, que es dejar que el rey se solazara con ella y seguidamente aceptar sus regalos, que son los regalos de todos nosotros, para servirla, señora. La historia de las monarquías está también llena de Bárbaras Rey, no vamos ahora a ponernos exquisitos. De hecho, las Bárbaras Rey que en el mundo han sido deberían tener status de funcionarias, o por lo menos estar adscritas a la Casa Real, ya que son ellas las que, con su esfuerzo, hacen que la profesión de rey merezca la pena.