El contrato de masovería, también conocido como aparcería, es aquel por el que el propietario de una finca rústica encarga a una persona física, el masover, la explotación agrícola de la finca a cambio de un porcentaje en los resultados y que lleva anejo un derecho de habitación a favor del masover en el inmueble situado en la finca. En definitiva el agricultor que vigila la vivienda del propietario y trabaja sus fincas a cambio de un porcentaje. Pero, ¿y si no hay tierras que trabajar? Entonces el contrato de masovería se limita a la vigilancia de la finca y a la realización de otros servicios como jardinero, cocinero, chófer y otros similares.
Esta última viene al pelo para explicar la existencia de masovers en la Cataluña del siglo XXI. Seguro que en el campo siguen existiendo porque es una decente forma de vida, aunque eso sí los masovers son los que tienen la carga de trabajo y los propietarios son los rentistas. Jordi Turull y Albert Batet son una suerte de nuevos masovers. Se encargan de vigilar la propiedad del dueño para que nadie se desmande -Junts per Catalunya-, lanzan sus proclamas -del dueño- en los medios de comunicación para recordar que la propiedad tiene propietario y le guardan el sitio -en el partido y en el Parlament- a un señor que vive en Waterloo y que dejó a la altura del fango la digna figura de president de la Generalitat con la tocata y fuga de agosto pasado.
Batet es el más masover porque sabe que cuando el dueño vuelva tendrá que cederle su sitio. De momento, asume el difícil papel de oposición sin ser siquiera jefe de la oposición, y sabiendo que a su jefe le interesa más la pequeña finca de Madrid que la del Parlament. Turull es el chófer, el acompañante de fugas y si se tercia cocinero del líder. Su puesto está a salvo porque si el líder vuelve él podrá seguir siendo el secretario general, una suerte de capataz. Y la finca madrileña está gobernada con mano de hierro y pompones por Miriam Nogueras que ha llevado la política al terreno del chantaje y la amenaza, pero de la del patio de colegio. Lo de cambiar el voto a última hora es una chiquillada y denota que la palabra de Junts vale tanto como la de un mentiroso compulsivo. Si hay que decir que no se dice, y si hay que cambiar el discurso se cambia. ¡Menos mal que existe el pinganillo! Qué gran invento. La señora Nogueras culmina a la perfección su papelón de vocera del líder bailando desbocada la sintonía que toque.
Turull fue el encargado de convocar congreso no para que el partido piense, sino para que Puigdemont busque su acomodo en la finca de su propiedad. Por lo bajini muchos ponen el grito en el cielo por su forma de hacer, pero faltan arrestos para hacerlo en público. Todos se aplican a su trabajo de masover sin pensar en cómo mejorar la finca. Porque la finca ya está bien así para el líder de líderes. Solo es mejorable si mejoran sus intereses. Turull es el encargado de que la orquesta no desafine. Batet intenta desde su tribuna del Parlament que la "cosa" no pierda brillo y que la travesía del desierto de Junts parezca a ojos de los fieles un camino en un vergel. Tira de verbo sabiendo que pasará a segunda fila cuando el líder se lo pida. Y en Madrid, Nogueras está encantada de disfrutar sus minutos de gloria. Es el títere que se mueve en función del guion que le dicta Bruselas.
Junts no es un partido, es un movimiento en el que funciona más la fe que la razón. No se trabaja por el bien de Cataluña, ni por el progreso de los catalanes, sino que todo el empeño se pone en satisfacer al líder que declina con entusiasmo el mí, me, conmigo en un liderazgo mesiánico muy parecido al de los telepredicadores. Y si de paso haces morder el polvo al PSOE o a ERC, miel sobre hojuelas.
Puigdemont tiene todo atado y bien atado. Sus masovers hacen el trabajo de control y de afección al líder. Pierden fuelle en la calle y han dilapidado el poder institucional, pero siguen ufanos a un líder que dicen sus seguidores, y él mismo, que es el president legítimo de Cataluña. Solo recordar a estos irredentos fieles que Puigdemont fue president por carambola en 2015, no ganó las elecciones de 2017 que ganó Inés Arrimadas con aquello que fue la gran esperanza blanca de la derecha española y que se diluyó como un azucarillo, tampoco las de 2021 que ganó un Pere Aragonés de ERC con una escasa cabeza de ventaja y que los dos perdieron ante un Salvador Illa que les dio la puntilla en 2024. Su legitimidad es que no ha ganado nunca unas elecciones en Cataluña, pero sus masovers se encargan de dar lustre a su figura porque de que Puigdemont siga con vida política depende su empleo de masovers de lujo. En otras palabras, son la voz de su amo.