En su magnífico ensayo La herida de Spinoza, Vicente Serrano afirmaba –a propósito de la voluntad insaciable de poder que nos ha llevado, en las sociedades occidentales, a encarnar como individuos la omnipotencia antiguamente reservada a los dioses– que las convicciones que más condicionan nuestra conducta son aquellas de las que no somos conscientes. Se trata, de hecho, de la idea que subyace en la conocida metáfora de Foucault: el pez nunca es consciente de la existencia del agua por ser el medio en el que vive inmerso.

No pude evitar pensar en esa idea, tan sugestiva como inquietante, al ver algunas reacciones que se produjeron en la red social X a raíz de la última publicación del CIS, que situaba la inmigración como el principal problema de los españoles. Más allá de constatar que para muchos la opinión de la mayoría sólo resulta válida, legítima o reivindicable cuando apuntala su marco mental, resultó casi enternecedor comprobar que las cuentas de algunos autoproclamados progresistas manifestaban, inconscientemente, un evidente sesgo clasista al defender las bondades de la inmigración.

El periodista de El Diario Vasco Alberto Moyano escribía: “Ya verás tú cuál pasa a ser la primera preocupación de los españoles cuando tengan que cuidar ellos de sus padres”. El también periodista Mikel López Iturriaga ampliaba el catálogo de trabajos reservados a los inmigrantes: “Los españoles que creen que la inmigración es un problema, ¿ven quién cuida a sus ancianos, quién limpia sus casas, quién les sirve en los bares, quién cultiva lo que comen, quién trabaja en las obras o quién les lleva lo que compran en internet?”.

López Iturriaga, quien acabó eliminando su publicación, estudió en la Universidad de Deusto, tradicionalmente asociada a la élite empresarial y política del País Vasco. Como dije en mi artículo El verdadero clasismo a propósito de Ignasi Guardans, el origen no determina –o no inexorablemente– las cualidades morales de un individuo. Uno no es mejor por ser pobre, como se empeñan algunos. Pero haber crecido en un entorno humilde o en uno privilegiado condiciona la relación de uno con el mundo y, por tanto, su cosmovisión.

Volviendo a los comentarios de Alberto Moyano o López Iturriaga, pareciera que ambos hubieran partido de tres convicciones cuando menos discutibles: la primera, que la inmigración sólo debe nutrir los trabajos de baja cualificación, como si se tratara del cumplimiento de un destino inexorable; la segunda, que todos los trabajos de ese tipo los llevan a cabo inmigrantes; y la tercera –quizás la más turbadora–, que todos los españoles autóctonos pueden permitirse pagar a alguien que limpie sus casas o cuide a sus mayores.

Da la sensación de que, para muchos de estos defensores de la inmigración sin matices, los inmigrantes sean los albañiles que hacen las reformas en sus casas, los jardineros que cuidan sus jardines, las personas que limpian sus hogares o las que se ocupan de sus padres. Nunca el vecino de al lado, nunca los padres de los alumnos del colegio de sus hijos, nunca sus compañeros de trabajo o de su elitista universidad. Nunca sus iguales, en definitiva.

Ya he confesado, en más de una ocasión, que mi padre fue albañil toda su vida y mi madre, limpiadora. Uno de mis abuelos fue pastor, sillero, heladero, albañil. El otro, jornalero y albañil. Mis dos abuelas, amas de casa, y una de ellas, jornalera durante años. Todos trabajos duros y mal pagados. Mis padres, mis abuelos y mis tíos fueron parte de la mano de obra barata para la burguesía catalana, como tantos otros, de la misma forma que la nueva inmigración parece que tenga que ser la mano de obra barata que perpetúe la situación privilegiada de quienes dicen defender sus intereses.

Resulta evidente que, debido a la baja natalidad y el descenso de población activa, hace falta gente para trabajar. Pero no solo en trabajos de baja cualificación. En Cataluña, hay una falta alarmante de profesores. En el conjunto de España, por poner otro ejemplo, faltan médicos especialistas. Pero a Alberto Moyano o López Iturriaga, cuando piensan en inmigrantes, no se les ocurre para ellos ninguna de esas profesiones. Tampoco la de periodista, por cierto.

Hace tiempo que vengo pensando que, en muchos casos, “ser de izquierdas” se ha convertido en una simple insignia de aristocracia moral. Apenas eso. Una vacuidad extrema. Porque si a todos estos que presumen de progresismo les interesaran de verdad las condiciones materiales de los trabajadores verían, cuando se discute sobre inmigración ilegal, que a quienes más perjudica esa situación de irregularidad es a los propios inmigrantes, que dejan de tener el paraguas de la ciudadanía.

Si de verdad les interesaran sus condiciones materiales, también verían que la inmigración irregular es la que más conviene a algunos empresarios. Si de verdad les preocuparan sus condiciones de vida, no despreciarían a los autóctonos llamándolos “fachapobres” o mandándolos a leer cuando alguno de ellos osa llevarles la contraria. Porque, si de verdad les preocuparan las condiciones materiales de las clases populares, no pedirían inmigrantes que les limpien el culo a sus mayores mientras ellos ocupan el tiempo exhibiendo su excelencia moral en las redes.