A estas alturas quizás pueda sonar a rechifla, pero mi madre también fregó escaleras. Se pasó 30 años limpiando casas y, durante algunos de ellos, fue la encargada de fregar las escaleras del bloque de pisos donde vivíamos. Como limpiadora, mi madre trabajó mucho, cobró poco y nunca estuvo asegurada. Ni siquiera cobra pensión después de 30 años trabajando. Mi padre, por su parte, fue albañil desde que llegó a Cataluña a los 17 años hasta su jubilación. Había empezado a trabajar en Jaén, como jornalero, a los 12, después de tener que dejar la escuela y renunciar a una beca.
A mí no me tienen que explicar lo que es la clase obrera. Dicho esto, mi origen no me inviste de ninguna superioridad moral, ni me otorga una capacidad de razonamiento superior, ni me despoja de los sesgos que todos, en mayor o menor medida, padecemos. El origen es un puro azar. Pero nacer en el seno de una familia obrera sitúa a cualquiera en unas determinadas coordenadas socioculturales y económicas que moldean su experiencia y, por tanto, su cosmovisión.
Mi madre nos decía siempre a mi hermano y a mí que estudiáramos para no tener que pasarnos la vida en la obra como nuestro padre. Si atendemos a la reacción mediática a las palabras que pronunció Cristina Ibarrola, mi madre estaría despreciando el trabajo de mi padre y, por tanto, comportándose de manera clasista. Tanto mi hermano como yo, después de acabar sendas carreras universitarias, tenemos mejores trabajos que los de nuestros padres. Y les agradecemos enormemente su empeño clasista por que tuviéramos una vida mejor.
Uno de los que denunció, desde su cuenta de X, el supuesto clasismo de Ibarrola fue Ignasi Guardans. Guardans es nieto de Francesc Cambó, doctor en Derecho por la Universidad de Navarra, exdiputado en el Parlamento de Cataluña, en el Congreso de los Diputados y en el Parlamento Europeo, además de colaborador habitual en varios medios. Su origen tampoco lo define como persona, no perfila sus cualidades morales. O no las predetermina. Pero su origen y su experiencia lo sitúan en un universo de referencia muy diferente al mío.
Guardans, que me parece un hombre culto y razonable, contaba hace unos meses, también en X, que había ido a un restaurante de Gerona y que la camarera que lo había atendido, al hablarle él en catalán, le había dicho que no lo entendía. Entonces él le había preguntado de dónde era y cuánto tiempo llevaba en Cataluña. Al responderle ella que era gaditana y que había llegado hacía pocos meses, él había accedido a hablarle en castellano. Guardans contaba la anécdota como un ejemplo de civilidad. Pero Guardans, quizás sin darse cuenta, había dudado, inicialmente, de la palabra de la camarera y, a continuación, le había concedido una especie de salvoconducto.
Yo, hijo de una mujer de la limpieza y de un albañil, también fui camarero. Si hubiera sido la chica andaluza que sirvió al señor Guardans me habría sentido ofendido, porque habría tenido la sensación de que me trataba primero con recelo y después con cierta condescendencia o paternalismo. ¿Era la intención de Guardans? Seguramente no. ¿Se habría comportado de la misma forma Guardans con alguien de su misma esfera socioeconómica? Seguramente tampoco. ¿Cuál era el periodo de tiempo que Guardans consideraba aceptable para concederle a su interlocutor la gracia de hablarle en castellano? Una de mis abuelas, que llegó a Cataluña en el año 1965 y vivió aquí hasta su muerte en 2009, nunca llegó a entender bien el catalán. Lo pasaba fatal cuando el médico le hablaba en catalán y ella no se atrevía a confesarle que no lo entendía. ¿Habría accedido el señor Guardans a hablarle a mi abuela en castellano después de llevar 40 años en Cataluña y no entender el catalán porque muchos de nuestros padres y abuelos vivieron en guetos de castellanohablantes toda su vida, sin tiempo más que para intentar salir adelante?
Ya he dicho que mi madre limpió casas toda su vida. En una de ellas, situada en un barrio pudiente de Gerona, la dueña le recriminó que no hubiera aprendido a hablar el catalán después de llevar tantos años en Cataluña. Mi suegro, que llegó aquí con siete u ocho años desde su Cádiz natal, también de origen muy humilde, mecánico de profesión, asimismo se quejaba de haber recibido el mismo reproche en multitud de ocasiones. Cuando se jubiló, hace pocos años, decidió irse a vivir a Málaga, harto, decía, de sentirse extranjero en su propia tierra.
Es cierto: el origen es un puro azar y no predetermina las cualidades morales de una persona. Pero el origen determina la adaptación al medio. Y los que hemos nacido en familias obreras tenemos desarrollado el olfato para detectar el clasismo en múltiples detalles cotidianos en apariencia irrelevantes. El verdadero clasismo es el que está tan naturalizado que apenas se distingue. El verdadero clasismo, por ejemplo, es hostigar desde el poder político y mediático a una enfermera porque ha criticado el requisito del nivel C1 de catalán. El verdadero clasismo es que en Llodio se convoque una protesta por la readmisión de una trabajadora que no acreditó el nivel de euskera. El verdadero clasismo, también, es tratar con suspicacia y condescendencia a una camarera por decir que no entiende el catalán. Todo eso es el verdadero clasismo. Precisamente el que nunca levanta ampollas en la opinión pública.