Al tiempo que este lunes celebrábamos el día mundial del coche eléctrico, una efeméride que se instauró en 2020, hemos ido leyendo dos noticias aparentemente contradictorias. La primera, la caída de las ventas en Europa de vehículos completamente eléctricos en casi todos los países, particularmente en Alemania, donde han pasado de representar el 18,4% del total del mercado a menos del 15%. Se trata de un retroceso importante, ya que la previsión era situarse muy por encima del 20%, y la causa principal es la retirada de las subvenciones. Aún así, hay que subrayar que es una cifra que triplica las irrisorias ventas en España, donde en lo que va de año la cuota de los eléctricos retrocede hasta el 4,6%, lo que también contrasta con la vecina Portugal, que con un nivel de renta algo inferior a la española, dispone de una penetración similar a Alemania gracias a una extensa red de puntos de recarga y a una política de ayudas públicas más eficiente.
La segunda noticia que se ha comentado mucho estos días son las dificultades que atraviesa la multinacional alemana Volkswagen (VW) debido a una multiplicidad de factores, pero básicamente por la escasa competitividad de sus modelos enchufables. A primera vista, ambas noticias son extrañas, si se venden menos coches eléctricos, ¿por qué le va tan mal a la multinacional alemana que ha reinado en la era de los motores térmicos? Pues bien, la razón es que VW obtenía el 50% de sus beneficios no en Europa, sino en China, que es donde está perdiendo rápidamente cuota de mercado. Allí el eléctrico arrasa en favor de las marcas propias (BYD, Leapmotor, Aito, Li Auto, Xpeng o Nio), con la sola excepción de la norteamericana Tesla, cuyo director ejecutivo, Elon Musk, lleva tiempo advirtiendo de que China se va a comer todo el pastel. En 2023, ya fue el país que más coches eléctricos exportó en todo el mundo.
Atribuir las dificultades de la industria europea automovilística, particularmente de VW, al coche eléctrico sería tanto como culpabilizar al propio desarrollo tecnológico en lugar de señalar los errores en la gestión empresarial, el anquilosamiento industrial europeo o decisiones energéticas equivocadas, como ha sido en Alemania el cierre de las nucleares por caprichos ideológicos.
El problema es que la multinacional alemana se ha dormido en los laureles y que, en su momento, renunció a liderar la transición verde. Con los extraordinarios beneficios que obtenía de China podía haberlo hecho, pero ha preferido mantener el pago de unos suculentos dividendos al accionista y una estructura directiva elefantiásica. En 2022, VW cesó al CEO Herbert Diess, un audaz defensor de los vehículos eléctricos, pero que no era del agrado de los sindicatos, muy poderosos en la empresa, y tampoco de las familias Porsche y Piech, que controlan más de la mitad de los derechos de voto en VW, y que eran reticentes a la transición eléctrica acelerada que propugnaba Diess: alcanzar el 50% de las ventas en 2030, y dejar de fabricar coches con motor de combustión e híbridos no enchufables para 2035, siguiendo las directrices de la UE. No es que su actual CEO Olivier Blume quiera desatender la electrificación, pero la empresa ha perdido unos años preciosos en los que, por ejemplo, BYD ya vende más coches que Tesla.
Tras seguir la táctica del avestruz, el grupo VW se ve ahora en la necesidad de reconocer la gravedad del problema y aplicar con urgencia un programa de austeridad, con despidos en el horizonte y el posible cierre de fábricas en Alemania. El drama es que no estamos ante una crisis coyuntural, frente a un bache puntual en las ventas, sino ante un giro estructural en el que el vehículo eléctrico lo cambia todo en un mundo donde los fabricantes chinos han logrado el liderazgo tecnológico con un margen de beneficios inalcanzable para los productores europeos.
La crisis industrial en Europa sólo acaba de empezar si nuestro sector automotriz, incluyendo también al grupo Stellantis o a Renault-Nissan, no es capaz de fabricar coches eléctricos buenos, bonitos y baratos, democratizando su acceso.
Por último, esta semana también se ha hecho público el extenso informe del expresidente del Banco Central Europeo (BCE), Mario Draghi, donde urge a un cambio radical y concreto, y advierte del gravísimo problema de competitividad e innovación que sufre la UE frente a EEUU y China. Para revertir ese diferencial haría falta una inversión masiva, mayor que tras la Segunda Guerra Mundial, que rondaría los 800.000 millones anuales. Se trata de una cifra que parece imposible, pues para financiarla habría que emitir una enorme deuda. Pero el problema no es tanto el dinero, que también, sino el anquilosamiento institucional europeo, empezando por la falta de excelencia de nuestras universidades, los obstáculos burocráticos o la falta de determinación para acelerar los cambios. La abrupta crisis en VW y de la industria automotriz europea es un aviso de que la decadencia del Viejo Continente puede no ser ni tan larga ni dulce como nos prometemos, sino rápida y amarga.