¿Se acuerdan de aquellos tiempos en los que podíamos discrepar? En la política actual, también en la calle, echo de menos la capacidad de defender los derechos, las lenguas y las ideas sin miedo a que se sienta ofendido el socio, el amigo, el familiar o el vecino del quinto. Siento añoranza de la valentía y de la discrepancia. Ha vuelto tras leer que el Govern de Salvador Illa, a través de su nueva consejería de Política Lingüística, pide a los castellanohablantes (sólo a ellos) que hagan un esfuerzo para “superar la comodidad del monolingüismo”. O sea, que dejen de hablar su lengua materna.
Creo que Illa se ha estrenado en el cargo con ganas de arreglar los años de desgobierno independentista, de dejarse de tonterías. Para muestra, hace nada recibió al Rey de España. Lo normal, vamos, lo educado. No lo era en la Cataluña de la republiqueta, donde Pere Aragonès y la exalcaldesa Ada Colau huían de las fotos con el monarca, aunque se sentaban a mesa puesta. La vuelta a la cortesía del socialista, siendo elogiable, no es suficiente para demostrar a sus votantes -la mayoría no independentista y harta de esfuerzos baldíos- que va a proteger a todos los catalanes, también a sus dos lenguas oficiales.
De momento, proliferan los guiños al independentismo. Illa aceptó ser investido como 133º presidente de la Generalitat catalana. Por favor, por favor… Entiendo que hay que contentar a los socios que te permiten gobernar. Cuesta, sin embargo, entender que se confunda la Generalitat actual (creada oficialmente en 1931 y recuperada durante la Transición democrática) con aquella Diputación del General establecida en el siglo XIII por la Corona de Aragón para recaudar impuestos en su territorio (Aragón, Cataluña y Valencia). Hasta que llegó Francesc Macià (ERC), ni hubo Generalitat ni dirigente escogido. Más allá de fantasías, Salvador Illa es el duodécimo presidente.
Los ciudadanos necesitamos líderes capaces de hablar claro y hacer respetar los derechos de todos. Muchos votaron al PSC para calmar el patio ante la prepotencia de los independentistas, esa que no duda en imponer patrias, blanquear a sus imputados e imponer la supuesta ‘única’ lengua. Qué falsa me ha sonado siempre la denominación de “propia”, más aún si sólo se usa para referirse al catalán. Propia también es el castellano, lengua materna del 54% de la población.
Ha vuelto a la Generalitat un catalán bien educado, templado y sensato. La duda es si también sabrá dar un golpe en la mesa cuando las exigencias de sus socios le lleven a sortear leyes, sentencias judiciales y hasta la Constitución. O el presidente pone límite a las exigencias soberanistas o se llevarán por delante la igualdad de derechos entre los ciudadanos que viven y trabajan en Cataluña.
En estos 48 años de democracia, nunca la agresividad lingüística había sido mayor. El independentismo intenta convencernos que sólo es buen catalán el que usa la lengua materna del 34% de la ciudadanía. Ya no vale ser bilingüe ni hacer el esfuerzo por hablar lo mejor posible en ambas lenguas oficiales ni que los niños estén inmersos en catalán hasta en el patio. Han conseguido amedrentar a nuevos y viejos nouvinguts (recién llegados).
Tras la barra del bar o en la panadería, los inmigrantes latinoamericanos hacen ver que son mudos mientras musitan un ‘bon dia’ a todo el que se acerca. En la residencia donde voy a visitar a mi tiet, las asistentas sanitarias piden disculpas cuando no recuerdan cómo se dice en catalán “pastilla” o “silla de ruedas”. “Pues como estas jóvenes se vayan”, comentan los iaios en la sala de recreo, “a ver quién nos cambia el pañal”.
Durante este verano asistí a varios festivales de música en Girona, tierra de parte de mis ancestros. En los preliminares pedían, en catalán y en inglés, que apagáramos el móvil. Nada en el español de muchos de los asistentes. El gesto ya ni ofende; al contrario, ridiculiza a sus promotores.
De vuelta a Barcelona, donde tenemos un nieto que, por difícil que lo pongan, espero que acabe hablando a la perfección las dos lenguas de sus padres, abuelos y bisabuelos, salí con mi navarro marido a pasear por la Diagonal. Nos topamos con varios carteles que parecían reprendernos: “No amaguis el català“. Pero qué vamos a esconder, almas de cántaro, si hoy lo que da miedo es utilizar el castellano en el trabajo o en la cafetería.
Quiere el soberanismo silenciar el español, convertirlo en impropio, en enemigo. Si el PSC sigue en esa senda de no pisar callos nacionalistas perderá, aquí y allá, a los votantes hartos de tanta agresividad.
Por ello, contra la política de acoso, un deseo final: no escondamos el castellano.