Por curiosidad antropológica quise escuchar ayer el discurso del presidente del Gobierno, para saber cómo piensa cumplir el pacto con ERC por el que nuestra comunidad autónoma recaudará los impuestos (o sea, el cupo vasco) sin soliviantar a las demás autonomías. Pero cuando le oí decir:

“Les aseguro, les garantizo, me comprometo a que…”

ipso facto rompí a reír y apagué la tele: es que el señor presidente no puede, no tiene derecho a prometer ni a comprometerse a nada, pues ha faltado a su palabra tan repetidamente, sin avergonzarse, con luz y taquígrafos, que carece de credibilidad.

Naturalmente, todos sabemos que el gobernante y el aspirante a serlo, por la misma cualidad seductora de su trabajo, por la misma naturaleza de su lucha, están obligados a ser un poco embusteros, enredadores, a prometer lo que los franceses llaman les landemains qui chantent, literalmente “los mañanas que cantan”, o sea un porvenir próspero y brillante, un futuro mejor (de la misma manera que ayer el presidente decía que habrá mucho más dinero para todos).

El más colosal ejemplo de embuste político que ahora recuerdo es el del general De Gaulle. Ante la crisis de Argelia, donde se libraba una guerra sorda, no declarada, con los nacionalistas nativos, desde hacía cuatro años, el 4 de junio de 1958, recién nombrado primer ministro por el presidente René Coty a instancias de los militares franceses en Argelia, se presentó en Argel, ante una multitud de 100.000 pieds noirs -o sea, de colonos y expatriados franceses residentes en Argel desde varias generaciones- y, con aquella magnífica oratoria suya, empezó el discurso exclamando: “Je vous ai compris!” Os he comprendido. “¡Viva la Argelia francesa!” exclamó días después en otro discurso público. Cuatro años después concedía la independencia del país norteafricano, y todos los franceses y españoles que vivían allí tuvieron que emigrar al Continente.

Comparado con semejante volte-face (que a De Gaulle casi le cuesta la vida, pues los pieds noirs le querían asesinar), lo del señor Sánchez es peccata minuta, pecados pequeños. Como estaba diciendo antes de este excurso gaullista –la Historia suele ser más amena que la actualidad, aunque sólo sea precisamente porque es eso, historia-, sin las mentiras de nuestros gobernantes, sin las esperanzas que suscitan los políticos con sus landemains qui chantent, o sea, si dijesen la cruda verdad, ningún ciudadano les votaría. Esto es así. La verdad de las cosas de este orden no es ningún misterio insondable: está al alcance de la mano, detrás del telón, basta con descorrerlo. Pero el ciudadano quiere ser engañado, como el enfermo terminal quiere creer en un nuevo medicamento salvífico. Lo pide, lo suplica, lo reclama. De manera que de los incumplimientos de las promesas, de esas mañanas que resulta que no son musicales sino al contrario, desagradablemente ruidosas, también él es responsable. No tiene derecho a quejarse. Salvo cuando los embustes son demasiado descarados. La televisión lo graba todo. La palabra del señor presidente, tal como todos hemos podido comprobar, no vale nada. ¿Alguien podría discutirme esta verdad palmaria?

Por eso hacen muy santamente nuestros separatistas, que ya le han arrancado el indulto y la amnistía que había perjurado no conceder, en no fiarse, y avisar –lo ha hecho hasta Puigdemont, aquel a quien el presidente se comprometió solemnemente a traer de Bruselas y hacerle comparecer ante la Justicia, pero con el que, en vez de eso, negoció en Waterloo por mediación de Santos Cerdán, secretario de organización del PSOE— de que si pretende escamotearles el cupo prometido –que hará económicamente viable el próximo Golpe de Estado: a diferencia del último, en el próximo, la Generalitat podrá pagar los sueldos a sus funcionarios y mantener la economía en funcionamiento— le retirarán su apoyo. Al señor Sánchez le da casi igual, ya saldrá el sol por Antequera y mientras no se perciba el estado real de la economía, su partido seguirá gobernando. Vaya y pase. Pero es que le oigo prometer y comprometerse, e ipso facto me entra la risa.