Cuentan que el emperador romano Calígula decidió nombrar cónsul y sacerdote a su caballo de raza española Incitato para humillar a los senadores romanos. No son pocos los historiadores que escogen este momento como el inicio de la decadencia del Imperio romano por la falta de respeto de sus símbolos.

El chabacano número en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos fue algo parecido, una broma de pésimo gusto que demuestra lo podrida que está nuestra sociedad. ¿Hacía falta ofender a 2.400 millones de cristianos gratuitamente? Siendo un evento para la televisión y que aspira a tener audiencias millonarias, ¿tiene sentido que sea tan ofensivo que cadenas públicas de países tan diferentes como Argelia o Estados Unidos no lo emitiesen por atentar a sus normas?

Una performance de pésimo gusto de un artista no debería pasar de eso, algo a lo que ya nos han acostumbrado, lamentablemente, las ferias de arte moderno. Pero cuando el dinero es público y, además, representa a un país esencial en la cultura e historia mundial en un evento global, sí que tiene relevancia. La ceremonia estuvo llena de grandeur y de detalles que solo se les puede ocurrir a los franceses, desde la propaganda sin complejos de Louis Vuitton, Francia vende lujo, a la “adopción” de Nadal como estrella francesa, a muy pocos países se les ocurriría dar ese protagonismo a un deportista extranjero, pasando por la asimilación de todos los elementos culturales con algún toque francés, desde la sevillana cigarrera Carmen a personajes de videojuego. Pero las provocaciones de mal gusto ensombrecieron una ceremonia que podía haber sido única.

Las disculpas a media voz del comité organizador no pueden arreglar el desaguisado que ha ofendido tanto a Le Pen como a Mélenchon, todo un récord. No es baladí que el 70% de los franceses se declaren cristianos. La pregunta de fondo es lo importante, qué valores tiene Europa, si es que aún le queda alguno. Nuestra cultura tiene una clara base cristiana, un cristianismo ni uniforme ni exento de cismas y salpimentado por una relevante presencia judía en todo el continente y musulmana sobre todo en el sur, pero si algo define Europa es su relación con el cristianismo y la jerarquía de este con la política, hasta el punto de que los reyes han sido coronados por obispos, cuando no papas. Éramos monarquías y ahora más o menos la mitad de los países son repúblicas, pero independientemente de la forma, la democracia es un valor respetado. Creemos en el Estado del bienestar, en la educación y la sanidad y no toleramos tan bien las diferencias sociales como en otras zonas del mundo.

En las últimas décadas, nuestra cultura incrementa su alejamiento de la religión, no hay más que ver el número de iglesias desacralizadas en toda Europa para convertirse en salas de exposiciones cuando no en simples bares o discotecas. Y, por el contrario, la creciente inmigración profesa sus ritos y religiones. Si nosotros no respetamos nuestros orígenes mal podremos protestar de la falta de adaptación de quienes vienen. ¿Adaptarse a qué? ¿A la nada?

Son muchos los problemas de una Europa que duda de todo, pero la batalla cultural es uno de los más importantes. Estamos empeñados en olvidar lo que somos para abrazar la religión de la nada, sin saber siquiera lo que es el nihilismo. Admiramos a Napoleón, cuya historia tiene más sombras que luces y quien fue el culpable del borrado de más de una realidad nacional, y abjuramos de Colón, Magallanes y de tantos otros que ensancharon nuestras fronteras. Pedimos perdón por el pasado y no sabemos por qué. Eso sí, Francia luce en estas Olimpiadas de sus territorios de Ultramar, colonias para el resto de los mortales, sin complejo alguno, porque si algo es Francia es un país orgulloso de sí mismo, y bien que hace.

El Estado del bienestar es, probablemente, una de las características de nuestro continente, tenemos derecho a todo: sanidad, educación, subsidios, rentas mínimas… lo que no tenemos tan claro es cómo lo vamos a pagar. Si algún día la burbuja de nuestra supuesta opulencia estalla, tendremos muy serios problemas para contener a una población cada vez con menos valores y con unos líderes a los que, en general, les viene grande su puesto.