Se me hace muy cuesta arriba entender el motivo por el cual personas adultas y aparentemente (nunca se sabe a ciencia cierta) en pleno uso de sus facultades mentales, pueden tirarse cuatro o cinco horas viendo por televisión la inauguración de unos Juegos Olímpicos. A menos que sea una promesa, una apuesta, o que esté bajo horribles amenazas, se me hace incomprensible que alguien tenga ganas de ver tamaña cutrez. Y no, no hay excepciones: también la de Barcelona 92 fue ridícula. Tal vez fue precisamente en Barcelona donde empezó el declive, es decir, donde comenzó a darse importancia a la inauguración y a la clausura, por lo menos no recuerdo que con anterioridad nos dieran la tabarra con esos espectáculos (lo de Múnich 72 no estaba en el guion). En mala hora se avinieron Mercury y la Caballé a unir sus voces.
Añoro los tiempos en que los JJOO eran una competición deportiva. No eran nada más que eso, pero tampoco eran nada menos. No es que me extrañe la deriva que ha tomado aquello que inventó el barón de Coubertin, la consigna "Lo importante es participar" ha transmutado en "The show must go on". Debe de ser el signo de los tiempos, no hay más que ver en qué se ha convertido Eurovisión, otro acontecimiento que ha pasado de ser una simple competición -musical en su caso- a un espectáculo en el que la música y la voz de los participantes tiene cada vez menor importancia, lo que se lleva es ser inclusivos y, sobre todo, epatar.
Antes, uno esperaba los JJOO con la sana intención de ver unas carreras y unos saltos, unos largos de piscina, los guantazos de algún cubano en boxeo, y un cristo en las anillas gimnásticas, uno de los pocos lugares donde está bien visto quedar hecho eso, un Cristo. Y poca cosa más, quizás un batacazo en los saltos de trampolín o una morrada saltando al potro, esas cosas alegran una tarde y le permiten a uno confirmar que ha hecho santamente en no practicar jamás deporte alguno. Ahora, todo eso es el relleno que se pone entre la ceremonia de inauguración y la de clausura, no hemos de tardar muchos años en ver cómo se eliminan los deportes y los JJOO reducen su duración a dos únicos días, uno para el desfile inicial y otro para el desfile final. Total, lo otro cada vez importa menos. "Citius, Altius, Fortius", o sea, más rápido, más alto, más fuerte, era el lema de los JJOO hace años. Hoy es "Más espectáculo, más cutrez, más dinero", y a fe que lo consiguen. Eso es lo que quiere el público, los atletas ya no importan.
Se conoce que la costumbre entre esa gente rara que sigue al detalle la inauguración de unos JJOO, es comentar en directo todos los detalles en las redes sociales, es decir, se trata de seguir el espectáculo con un ojo en la tele y el otro en la pantalla del móvil, cosa nada fácil de conseguir, salvo para bizcos. En eso se parecen también los JJOO a Eurovisión, que se ha convertido en un concurso de ver quien cuelga en Twitter el comentario más original, aunque en realidad sea una muestra de fulanos queriendo ser graciosos sin conseguirlo, pero es que ni de lejos.
No puedo evitar que los desfiles de gente agitando banderas, aunque sean deportistas sonrientes, me recuerden a épocas tenebrosas de hace casi un siglo. Si encima esos abanderados se convierten en el simple attrezzo de un espectáculo televisivo más, prefiero cambiar de canal y ver "Grand Prix", donde en lugar de Estados Unidos y China, compiten Medio de Cudeyo (Cantabria) contra Morata de Tajuña (Madrid). Y sin tanto desfile, tanta performance ni tanta mandanga. Ahí es donde subsiste todavía el auténtico espíritu olímpico. Si el barón de Coubertin resucitara, se llamaría Ramón García.