El sepelio de Fermí Puig, el insigne cocinero al que un cáncer ha segado la vida, fue una representación cercana a la extraordinaria calidad humana del finado. Hubo ausencias, pero no faltó nadie. Una cohorte de amigos de variados sesgos ideológicos, de diferentes procedencias, cocineros, propietarios de relevantes locales de restauración, políticos, empresarios, periodistas, dirigentes del deporte y, por supuesto, familiares le dieron el último adiós. Se echará de menos a Fermí Puig. Estos días se han publicado numerosos obituarios en los que se glosaban sus virtudes y se lamentaba la tristeza que supondrá no volver a escucharle.

A Fermí, sin duda, había que escucharle. Como conversador fue un tipo extraordinario. Podías pasar un rato con él charlando, debatiendo, discrepando y tener ganas de volver a verle inmediatamente. Culto y empático, su capacidad en la oratoria estaba a la altura de su arte culinario. Fue uno de los grandes, aunque nunca pasó de una estrella Michelin. A los amantes de la buena mesa creo que eso fue lo que menos les importó. Su aventura en el Drolma, el restaurante instalado en el mítico Hotel Majestic, fue un episodio maravilloso para Barcelona y para los admiradores de la distinción en el plato. Como decía, sólo tenía una estrella (Michelin sabrá por qué no hizo justicia con más distinciones) pero el lujo en el espacio y en la mesa estaba asegurado. Las largas tertulias en ese enclave y posteriormente en su restaurante de la calle Balmes, con su reservado tuneado con una valla histórica del campo de Les Corts y con un reclinatorio, símbolo de la devoción por el fútbol heredado de la filosofía de su apóstol Johan Cruyff, tuvieron siempre un toque mágico.

Jordi Basté, uno de sus mejores amigos, tuvo el cuajo de leer ayer en su sepelio una semblanza de Puig. Fue veraz, emotiva y sensible. Como Fermí. Un hombre generoso y cautivador. Basté relató todos los puntos fuertes del cocinero, recordó el firme vínculo que tenía con su país --Cataluña-- y remarcó que lo hizo todo a cambio de nada, sin recibir nada a cambio. Fermí Puig era un tipo encantador, aunque no comulgaras con sus ideas, porque no era un sectario. Tenía sus convicciones y respetaba otros mundos. Con sinceridad, con sentido común y con pasión. Argumentaba sus tesis, pero comprendía otros escenarios. Era un duelo de esgrima florentino, educado, irónico, inteligente. En definitiva, algo poco frecuente en su mundo y también en el de quienes abrazan otras sensibilidades.

En el panorama estrictamente gastronómico, Fermí Puig, además de grande, fue un tipo clave en el éxito de la cocina catalana en el mundo. Fue amigo de Ferran Adrià y de Santi Santamaria. No pudo evitar la guerra entre ambos, pero terció con valentía en la polémica. Lo argumentó con el poso que tienen quienes pueden opinar porque conocía a fondo a ambos gigantes de la cocina. Echaremos de menos al sabio de la palabra y el fogón.