La mitología nacional se inclina por lo sincrético antes que por lo sintético. Es lo que ha mostrado Marta Rovira tras desembarcar en Cataluña libre de cargas, confesar que no anhela el poder de su partido, ERC, y ha rematado su objetivo de Referéndum, a la vez que ha descansado su ensortijada cabellera en el hombro de su enemigo íntimo, Oriol Junqueras, el sabio inmarcesible. Pero él no es partidario de una falsa reconciliación ni de la pax romana. En fin; da lo mismo, porque el que tiene cabeza depende de en qué menester la utilice.
Respecto a Rovira, los hechos tienen más peso que las palabras. Ella no es la reina del Directorio. Fue la Virtud de los descamisados hasta que aquel procés del Club de Girona en estaciones y aeropuertos, el autodenominado Tsunami Democràtic, acabó en nada.
Ahora, defiende una especie de restauración indepe bajo la eterna bandera antidemocrática del plebiscito. Hace como que es la mano derecha de Oriol, el Cincinato catalán, un tribuno rural con predisposición al pacto que no atraviesa un buen momento ante la plebe corrompida por el exceso de expectativas. Su mejor cosecha fluye bajo las ansias de los brevísimos déspotas ilustrados del Govern ocasional, una nube de cabos sueltos y vendedores de pasamanería política de confianza.
Entre sus consejeros destaca Carles Campuzano, el joven de otro tiempo, germinado en el pujolismo, que ahora corta el paso a los menas -el atroz acrónimo que deshumaniza a los menores no acompañados-, reclamando al Gobierno respeto “a la singularidad de Cataluña”. ¿Dónde queda la compasión? ¿Cuándo se jodió Cataluña? Se pregunta uno, como aquel Santiago Zabala en la ficción, bajo los soportales de la vieja catedral.
Marta y Oriol son dos legitimistas de pura cepa; serían galardonados por el genetista racial Heribert Barrera y condenados por las actuales élites izquierdosas de la casa. Si quieren volver a liderar tras el congreso de ERC de noviembre, será mejor que empiecen a responder ante los laberintos legales y adivinar malquerencias detrás de la fría prosa de los códigos. Ella ha regresado para “acabar” lo que empezaron, según sus palabras.
Asegura que estos seis años de exilio en Suiza le han servido para formarse, pero parece no entender que el nacionalismo ontológico español, que genera odios igual que el catalán, es quien anuncia ahora el nuevo choque de trenes. Frente al populismo que arrastra Esquerra, hay ahora otro nacionalismo sin mácula que quiere jugar al todo o nada. Y Rovira responde sí al todo o nada, pero pidiendo un paso atrás porque no se siente “con fuerza”. Muy dúctil, pero sigue habiendo un exceso verbal en su punto de vista. No le ha servido de nada la década perdida sobre nuestras cabezas. La prueba más fehaciente de que ERC sigue visiblemente atrancada con la visible ruptura entre el president, Pere Aragonès, y el inhabilitado Junqueras.
La insoportable lentitud de nuestro ordenamiento institucional favorece el mantenimiento del mayorazgo partitocrático en las lentas transiciones de poder. El largo preámbulo de la investidura pendiente de Salvador Illa provocado por las pugnas internas en ERC lo dice todo. ¿Dónde queda la generosidad del perdedor cediendo la mano a un bien colectivo? Pues tenemos donde aprender, nada menos que del número 10 de Downing Street, junto al Whitehall, y a pocos minutos a pie de Westminster.
Allí, la misma noche electoral, Rishi Sunak efectuó su mudanza y el nuevo premier laborista, Keir Starmer, abogado y exfiscal, tomo posesión antes de pasar por el Parlamento. Cuando el pueblo decide en unos comicios, la institución descansa el sueño de los justos. Es la mezcla entre el susto de Oliver Cromwell y la pervivencia de los eduardianos, esta forma de democracia del Reino Unido donde la opinión pasa por delante de la institución.
¿Cómo se puede perder tanto tiempo en España en los procesos de cambio? Su reglamento favorece a las legiones de la formación republicana que cuenta con un buen número de oficiantes instalados en la gangrena interior y dedicados a un sobresaliente desempeño en materia de amancebamiento ideológico. Además, la inopinada casta de los Comnenos de Bizancio, carlistas montaraces del bando republicano, es numerosa y silenciosa; su asalto casi siempre llega sin anuncio y par derrière.
Esta metodología le va como anillo al dedo a la dirigente regresada. Es un sí, pero no, respecto al relevo de Junqueras que ella misma firmó en un manifiesto. Su mezcla entre las desaliñadas trazas en el café del barrio y dócil manejo del encaje ante los de arriba. Un yo me bajo y un hipotético mañana: es el arte de perturbar de Marta Rovira.