Este año hay una concentración de elecciones realmente desbordante. Se vota desde la India a Estados Unidos, desde México a Reino Unido. Y los biempensantes, dueños de lo políticamente correcto, se encargan de decirnos qué países votan bien y cuáles mal. Que gane Milei en Argentina es un disparate, que lo haga Starmer en Reino Unido es lo que toca.
La prepotencia y el complejo de superioridad de algunos es realmente insufrible. Hay que aislar a la extrema derecha, pero la extrema izquierda es buena. Detrás subyace la incapacidad de los gobernantes de pensar en grande, cada vez vemos menos “grandes coaliciones” y se prefiere el frentismo. Los bandazos entre extremos son cada vez más frecuentes, muchas veces se vota por impulso más que por ideología.
La democracia actual, que no la histórica, se basa en la capacidad que tiene cada ciudadano de votar. Un ciudadano, un voto. A diferencia de lo que ocurría en la antigua Grecia, no importa formación, edad o condición social. Se podrían dar puntos por formación, por ingresos o hacer un examen para que los más válidos tuviesen mayor influencia, pero nadie se atreve a hacer diferencias, por tanto, todos los votos cuentan igual. Al que no le guste lo que votan los ciudadanos que se plantee cambiar el sistema de votación, de lo contrario, siempre hay que aceptar los resultados, gane Petro o Le Pen.
En este juego de manipulación, cuando unas elecciones “no gustan”, la culpa es de Putin o los chinos que contaminan a la opinión pública mediante bots en redes sociales; cuando “gustan”, el pueblo es soberano y ha elegido bien.
Los ciudadanos de cada país son los que siempre “disfrutan” lo votado, por lo que nunca se equivocan. Los partidos usan sus armas para convencer, antes era la oratoria, ahora cada vez más las redes sociales. Lamentablemente el castigo social a la mentira es menor y la memoria más corta. Que hayan vuelto a la política británica quienes reconocieron haber mentido en favor del Brexit es un buen ejemplo. Pero también siguen en política quienes han malversado o directamente robado. Nuestra sociedad cada vez tiene menos valores y eso se refleja en cómo votamos.
Por mucho que gran parte de la población tenga un creciente desapego de la política y que la abstención sea, en general, creciente, no podemos negar que la influencia de los Gobiernos en los ciudadanos es siempre grande por pequeña que sea la estructura del Estado, algo que no pasa en la mayoría de los países pues normalmente crece y crece. En España, el gasto del Estado significa casi el 50% del PIB, algo realmente terrorífico. Y para ser gestor de ese volumen tan desmedido no se requiere ninguna formación, solo tener capacidad de convicción. Los Gobiernos y los legisladores pueden facilitar el crecimiento económico, o poner trabas y problemas al mismo. Elegir a buenos o malos gestores sí podría calificarse como votar bien o mal. En lugar de eso nos referimos a un barniz ideológico.
Lo que ocurre en México puede ser un ejemplo de hacer y parecer. Las elecciones las ganó por goleada Morena, una escisión populista de izquierdas del PRI. La mayoría reforzada alcanzada asustó a los mercados por su capacidad de modificar la legislación. Para calmarlos, la presidenta electa, física doctorada en Berkeley e ingeniera, ha ido comunicando parcialmente su gabinete, trufado de tecnócratas con excelentes curricula.
Es de esperar que el nuevo Gobierno tenga guiños populistas, para eso le votaron, pero se va a centrar en el desarrollo económico de su población, con especial atención a la mejora energética y a la seguridad, las dos barreras más relevantes para inversión extranjera. Si lo consiguen, el desarrollo del país no tendrá límite y les volverán a votar. En caso contrario ya podrán envolverse en la bandera del indigenismo, de la diversidad y de las izquierdas más izquierdosas, que en las próximas elecciones el pueblo soberano valorará su gestión.
Los franceses no han votado ni bien ni mal, han votado buscado un cambio a sus políticos de siempre, quienes se han demostrado incapaces de hacer frente a los grandes retos del país. Le Pen ha ocupado un espacio de derecha prácticamente devastado, lo mismo que Mélenchon el de izquierda. Entre medio Macron, un oportunista del poder sin un partido real detrás que tras perder las europeas ha lanzado un órdago al estilo Sánchez, pero a diferencia de a nuestro tahúr, que siempre gana, la jugada le ha salido regular.
Los franceses han votado entre lo malo y lo peor, sin otra opción que los extremos. Por delante, un país difícil de gobernar movilizado para evitar una victoria de Le Pen que es solo cuestión de tiempo, a pesar de un sistema electoral francés a dos vueltas que facilita el “todos contra Le Pen”. El frentismo se instala en casi todo el mundo, lo cual sí que es malo sin paliativos.
La mayoría de gobernantes aterrizan en la realidad al llegar al poder y suelen ser más pragmáticos de lo que parecían en campaña en la que extreman aquello que puede mover los sentimientos. Si se vota bien o mal sólo se ve con el transcurso de los próximos años y no por la ideología, sino por cómo es el crecimiento económico y sobre todo cómo avance el bienestar de los ciudadanos. De momento, lo único cierto es que el mundo está más dividido y por tanto es más inestable e inseguro que antes.