El año pasado por estas fechas mi familia y yo pasamos unos días en Adare, una pintoresca aldea rodeada de prados verdes a pocos kilómetros de Limerick, la tercera ciudad más poblada de Irlanda. Para adentrarme un poco más en la cultura local, durante la estancia me leí Gente Normal, la novela más popular de Sally Rooney, que transcurre entre Galway, en el oeste más rural, y Dublín, la capital.
Sin embargo, la lectura más adecuada hubiera sido Las cenizas de Ángela, de Frank McCourt, ganador de un premio Pulitzer en 1997 por estas maravillosas memorias sobre su infancia en Limerick, una ciudad húmeda y lluviosa a orillas del río Shannon, “un río que mata”, repite el autor constantemente en el libro en referencia a los estragos que provocaba la humedad del caudal en la salud de sus gentes.
Limerick sigue siendo hoy una ciudad lluviosa, pero nada tiene que ver con los callejones inundados de tisis, miseria, religión y supersticiones en los que crecieron McCourt y sus hermanos pequeños. “Cuando recuerdo mi infancia, me pregunto cómo pude sobrevivir siquiera. Fue, naturalmente, una infancia desgraciada, se entiende; las infancias felices no merecen que les prestemos atención. La infancia desgraciada irlandesa es peor que la infancia desgraciada corriente, y la infancia desgraciada irlandesa católica es peor todavía…”, escribe en la primera página de su celebrada autobiografía.
No hay duda de que a través de la literatura siempre se aprenden cosas nuevas. Las cenizas de Ángela me ha ayudado a comprender mejor la historia reciente de Irlanda, la forma de ser y de pensar de sus gentes y la de millones de estadounidenses de origen irlandés, las secuelas del catolicismo extremo y el nacionalismo, la falta de educación, el alcoholismo, la pobreza, la necesidad de emigrar. Problemas muy actuales, que hoy ya no afectan a Irlanda, pero sí a millones de personas en otras partes del mundo.
“Has hecho que parezcamos un país del tercer mundo”, le espetó un ciudadano de Limerick a McCourt poco después de publicar Las cenizas de Ángela, en 1997. Él le respondió: "Lo éramos. Eso es lo que éramos, un país tercermundista. Y entonces, boom, de la noche a la mañana, ganamos la lotería. Y hablamos de que la iglesia está perdiendo su poder y demás. De que la educación está mejorando. Y que ahora la mayor industria es Weight Watchers, un programa para perder peso…”.
Lo que más me ha impactado de la lectura de este libro ha sido constatar, una vez más, la absurdidad de las guerras y la dificultad para mantener valores y principios cuando el hambre impera. En uno de los capítulos, McCourt relata cómo, al estallar la segunda guerra mundial, miles de hombres irlandeses fueron reclutados por agentes ingleses para que trabajasen en sus fábricas de municiones, dado que todos los hombres sanos de Inglaterra se habían ido a luchar contra Hitler y Mussolini “y uno puede hacer lo que quiera mientras no se olvide de que es irlandés y de clase baja y no intente moverse de su nivel social”, escribe.
¿Era posible que se alegrasen de que Hitler invadiera Europa y bombardeara ciudades inglesas? Sí. “Las familias de todo el callejón están recibiendo giros telegráficos de sus padres que están en Inglaterra (...) Ahora tienen electricidad en sus casas y pueden ver cosas que no vieron hasta ahora, y cuando se hace de noche encienden sus radios nuevas para enterarse de cómo marcha la guerra. Dan gracias a Dios de que exista Hitler, porque si no hubiera invadido toda Europa los hombres de Irlanda seguirían en sus casas rascándose el culo en la cola de la oficina de empleo”.