Perdonen que no me ande con rodeos y entre en materia lanza en ristre y con cara de serial killer, pero personalmente empiezo a estar hasta la barretina que no llevo de ir a votar. Lo que siempre he considerado un derecho democrático y una obligación ineludible, como ciudadano que desea lo mejor para todos, más allá de ideologías, filias y fobias, se me antoja a estas alturas de película un sublime coñazo, una tortura. Ni tirando de ábaco atino a contar cuántas veces he depositado la papeleta de marras en la urna de turno en los últimos 15 meses. En este asunto estoy por darle la razón a Ramón de España cuando en una de sus columnas propuso que a partir de cierta edad, cuando uno ya peina canas, deberíamos quedar exonerados de tan enojosa obligación.
Si viviéramos en un país serio esto no pasaría. A los partidos políticos y a los líderes responsables de forzar odiosas repeticiones electorales por ser incapaces de llegar a acuerdos básicos, a pactos de estabilidad legislativa –estando como están únicamente preocupados por incrementar su cuota de poder y por hundir y cancelar al contrario a base de líneas rojas–, les debería caer la del pulpo en forma de multas millonarias, quinquenios de inhabilitación para cargo público y patada a seguir allí donde la espalda pierde su bello nombre.
Ya sé que eso nunca ocurrirá, porque la mayoría, tras casi medio siglo de democracia –¡manda huevos que diría Federico Trillo!– seguimos siendo votos cautivos, esclavos ideológicos, y votamos a ese o al de más allá (aunque sea un golpista, un truhán, un déspota o un incompetente de tomo y lomo) porque nuestra abuela, la que trenzaba ajos a la puerta de casa, votaba a las derechas, mientras que nuestro abuelo, que se corrió una noche toledana con Buenaventura Durruti, lo hacía a la izquierda más extrema. Tiene mucho pecado la cosa.
Pero el asunto aún se antoja más injustificable cuando sondeos, expertos en demoscopia, politólogos y analistas, auguran que la repetición de unos comicios concretos creará, casi con total certeza, un escenario mucho peor, irresoluble; un nudo gordiano imposible de cortar ni con la motosierra del voceras de Milei. Hay que joderse.
En Cataluña vamos de cabeza a eso, queridos lectores. Por si no teníamos suficiente con el tremendo embrollo que padecemos en el ámbito nacional –con un Pedro Sánchez al frente de un Gobierno de perjudicados intelectuales que solo se dedica a liarla parda ventilando basura y retorciendo la ley a fin de mantenerse en el poder–, los catalanes pasaremos el verano con la vista puesta –¡tic-tac, tic-tac!– en el 26 de agosto, día fatídico en el que de no mediar milagro, Josep Rull, el presidente del Parlament de Catalunya, disolverá la Cámara y nos convocará, una vez más, a las urnas en octubre.
Cuando eso ocurra, todos miraremos con infinito enojo a Oriol Junqueras, a Marta Rovira, a Gabriel Rufián y a toda la cuadrilla de ERC. Los republicanos serán, al menos en primera instancia, los máximos responsables de hacernos perder el tiempo y la paciencia a todos. Han sufrido una debacle electoral; están descabezados y sin líder, zarandeados, a la espera de su congreso, debido a las luchas intestinas entre los partidarios del beato de andorga insaciable y la dama suiza de puño de hierro; presionados por unos y por otros: “¡La singularidad catalana, la hacienda propia y su llave, y todo cuanto me pidáis os daré a cambio de un tripartito!” –implora más pálido que un velón de iglesia Salvador Illa–; “¡Ni se os ocurra, malditos botiflers, ahora lo que toca es consumar; consumar a fondo, hasta el final y sin preservativo, repitiendo comicios en una candidatura unitaria!” –brama desencajado un Carles Puigdemont al que no le cuadran las cuentas, y que en su proverbial cobardía ya no sabe cómo montárselo para regresar laureado y en olor de multitudes, pese a que el PSC, siempre servil, aboga por facilitarle la vida y el voto telemático–. No hay nada que hacer, aquí todos se odian sin cordialidad alguna.
Y, claro, ante semejante duda existencial, los de ERC, agobiados y sin saber en qué cesto poner el huevo –bien preservando una parte del poder en un nuevo tripartito, bien liándose la manta a la cabeza junto al orate de Waterloo–, se dejan marear más que querer por el uno y el otro, yendo del sí, pero no; al no, pero sí. Aún no tienen claro, pobrets meus!, qué leches quieren ser cuando sean mayores, sin tutelas y sin tus tías, si montaraces soberanistas o pragmáticos autonomistas. Por eso, y así lo confirma Marta Rovira, están simultáneamente deshojando la margarita del sí quiero con el PSC y con Junts en paralelo, y fijando como deadline de un posible acuerdo con cualquiera de ellos, o con ninguno, el mes que ahora empieza.
Hace muy pocos días el digital The Objective publicó un sondeo demoscópico sobre el resultado que arrojaría una hipotética repetición electoral en Cataluña ahora mismo. Es interesante constatar que los datos y conclusiones que aporta la encuesta encajan casi como anillo al dedo con la mayor parte de opiniones vertidas en muchos medios por periodistas de todo pelaje, locutores de radio y analistas del mundo político. Let’s see…
ERC pagaría el pato y los platos rotos, el desaguisado, acentuando aún más su caída, pasando de 20 a 17 escaños. Tanto el PSC como Junts verían aumentar ligeramente su porcentaje de votos, obteniendo un acta más cada uno de ellos –de 42 escaños a 43 los primeros; de 35 a 36 los segundos–. También sube en intención de voto el PP (de 15 a 16). No del todo mal resisten los de Vox el embate (perdería un diputado, de 11 a 10). En el eje de izquierdas perderían un diputado Comuns Sumar (de 6 a 5) y la CUP (de 4 a 3).
Curiosamente la más beneficiada en ese sondeo es Sílvia Orriols de Aliança Catalana –que pasaría de 2 a 5 escaños–; partido que aglutina a los independentistas que ya no comulgan con ruedas de molino y mentiras, y a un creciente sector de catalanes cada vez más preocupado ante el constante incremento de la delincuencia en nuestras calles, problema que, nos guste o no –cuidado, no digamos algo improcedente– tiene mucho que ver con la entrada masiva y sin control alguno de cirujanos y anestesistas que desembarcan felices en nuestras costas, dando abrazos y recitando versos de Lorca, Machado, Rosalía de Castro y Salvador Espriu. Míriam Nogueras, Jordi Turull y los de Junts lo tienen claro, exigen que Cataluña quede totalmente excluida del reparto de personal médico tan cualificado. Creen que es mejor cerrar directamente plantas de hospitales… ¿Lo he expresado con prudencia o me autocensuro un poco más?
En un segundo sondeo, efectuado también por el ya citado digital, se indaga en la intención de voto en el caso de que ERC y Junts apostaran por concurrir en candidatura única a esos nuevos comicios. Y sí, ganarían de calle, serían los más votados, alcanzando los 57 escaños. Pero ni siquiera sumando los de la CUP (2) y los de Aliança Catalana (4) tendrían mayoría absoluta.
Así están ahora mismo las cosas en Cataluña… ¿Recuerdan ustedes el júbilo generalizado, desbordante, de la noche electoral, cuando el recuento de votos quedó cerrado? El mensaje unánime era que al fin, gracias al cielo, y tras incontables años de parálisis legislativa y desgobierno, odio y desunión social, decadencia económica y derrotas, el nacionalismo se derrumbaba estrepitosamente y el constitucionalismo sumaba mayoría absoluta.
Sí, esa noche las urnas parieron una clara mayoría constitucionalista, aunque inútil, totalmente inútil debido al odio atávico y guerracivilista que ha convertido la política de este país en un auténtico estercolero. En este asunto, al margen de que Illa, Puigdemont y Rovira se acusen del desaguisado, cosa que sin duda harán, hay muchos más culpables. Muchos.
Y ustedes conocen perfectamente sus nombres y apellidos.