La acción exterior de los países es algo tan complejo como serio. Los líderes mundiales son expertos en conjugar la diplomacia con la economía. Estados Unidos solo se mete en los líos que económicamente le interesan, Francia pone toda su inmensa fuerza diplomática al servicio de sus empresas, China conquista el mundo pensando en asegurar las fuentes de materias primas, Arabia Saudí no mueve ficha económica que no tenga un sentido geoestratégico, y así siguiendo.
España históricamente lo ha hecho también bastante bien. Las empresas españolas se convirtieron en multinacionales en la década de 1990, olvidando los complejos que durante años les habían impedido hacer negocios en Hispanoamérica, mientras que el rey Juan Carlos I fue nuestro primer embajador económico durante la práctica totalidad de su reinado. Y mal no nos fue. Pero recientemente la acción exterior española está, tal vez demasiado, marcada por la política.
La política internacional debería ser una política de Estado consensuada por los dos grandes partidos para evitar dar bandazos con la alternancia de poder. Nos pueden caer mejor o peor los mandatarios de un país, pero los intereses generales deberían estar por encima de las simpatías o antipatías entre quienes nos y les gobiernan. España debería llevarse muy bien con cuantos más países mejor de Hispanoamérica, del norte de África y de Oriente Medio, además de lógicamente con nuestros socios europeos, porque nuestros intereses económicos están fundamentalmente ahí. España no es una potencia global, por lo que debe priorizar sus movimientos internacionales.
Meterse en charcos ideológicos en Argelia, Israel o Argentina no es bueno para nuestras empresas. Necesitamos el gas argelino, la capacidad de influencia de Israel es enorme y para nada nos conviene tenerle de enemigo, y en Argentina hay demasiados españoles y demasiados intereses económicos como para movernos a golpe de insulto. Lo malo es que estos tres ejemplos son solo eso, ejemplos, parece que ahora usamos la gesticulación también en política exterior.
España es la decimoquinta potencia económica mundial y la cuarta de la zona euro. Podemos entendernos con muchos países del mundo mejor que muchos otros por nuestro legado cultural e histórico. Podemos ser perfectos embajadores de Europa en Hispanoamérica y también en el mundo árabe. Podemos usar, como hemos hecho durante años, el carisma y relaciones de nuestra Corona, también del actual monarca. Lo que no debemos hacer es usar la diplomacia para consumo interno, para satisfacer a partidos minoritarios o para calentar una precampaña electoral. La acción exterior de un Estado tiene demasiadas implicaciones como para jugar tácticamente con ella.
No es buena señal enviar políticos sin experiencia diplomática a organismos multilaterales, algunos sin el más mínimo conocimiento de idiomas, por cierto, pero peor aún es jugar la partida internacional solo pensando en el impacto del próximo telediario o en el número de likes en redes sociales.
Las empresas españolas tienen cerca de 600.000 millones de euros invertidos en el extranjero. El primer banco de México es español. El gestor del primer aeropuerto británico es español. Una de las primeras energéticas británicas es española. La principal operadora de telecomunicaciones en toda Hispanoamérica es española. Además, casi tres millones de compatriotas viven en el extranjero. Por respeto a los ciudadanos y por el interés de nuestras empresas, sería bueno aparcar la diplomacia política y dedicarnos a hacer diplomacia con mayúsculas, como hace la gran mayoría de países.