La soledad política envolvió su renuncia a tomar el acta de diputado y el anuncio del abandono de la primera línea, una noticia que tampoco fue una sorpresa absoluta porque el viernes era una posibilidad que ya circulaba en medios periodísticos.

Tras el tremendo batacazo Pere Aragonès no tenía más remedio, pues hubiera sido inaudito verlo en la oposición del Parlament pudiendo disfrutar de las prebendas vitalicias que tan generosamente los contribuyentes catalanes pagamos a quienes han ejercido un tiempo de supremos patriarcas.

Nadie llora desde el lunes su marcha ni dentro ni fuera del partido, y un número significativo de catalanes decía desconocer en las encuestas el nombre del president de la Generalitat.

Aragonès ha pasado por el Palau de la plaza Sant Jaume con más pena que gloria. En su favor hay que decir que seguramente es el jefe del Ejecutivo catalán que en una década más horas ha dedicado a trabajar en las cuestiones concretas de la vida de los catalanes. En comparación con Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, el republicano tenía fama de conocer al dedillo todos los temas, de ser escrupuloso y aplicado.

Alcanzó muy joven los primeros puestos, a la sombra de Oriol Junqueras en la Consejería de Economía, y después como vicepresidente en el histriónico Govern presidido por el ultranacionalista Quim Torra, a quien relevó en funciones cuando fue inhabilitado. En 2021, con 38 años, alcanzó la presidencia tras ganar ERC el pulso electoral por la mínima a Junts, en una investidura que se salvó in extremis, y del que nació un nuevo Govern de coalición que duró poco más de un año.

Desde entonces, Aragonès ha ejercido la presidencia con bastante autonomía respecto a Junqueras, de quien se ha ido distanciado, en un proceso clásico en este tipo de relaciones en el que quien te pone pretende ejercer una tutela, y ha tomado en estos tres años dos decisiones que han marcado su suerte.

La primera fue formar un Gobierno en solitario tras la salida de Junts. Lo lógico, democráticamente, hubiera sido convocar nuevas elecciones, pues sostenerse solo con 33 diputados de 135 es una anomalía absoluta que solo puede pasar en Cataluña. Ni tan siquiera se sometió a una moción de confianza. En su lugar, hizo dos cosas bien. Primero, llevó a cabo una serie de fichajes de impacto para el nuevo Govern, a derecha e izquierda, para ocupar la centralidad, tirando del caladero de exdirigentes del PSC que rompieron con su formación cuando el procés (Joaquim Nadal y Joan Ignasi Elena), del exconvergente Carles Campuzano, o de la fundadora de Podemos en Cataluña, Gemma Ubasart. Un giro hacia la transversalidad y la moderación dentro del espacio soberanista, aunque a ese Govern le ha fallado todo, empezando por el sottogoverno. Y, segundo, logró aprobar los presupuestos de 2023 con el apoyo del PSC y los comunes.

Parecía que Aragonès ponía las bases para consolidar su figura volcándose en la gestión tras una década donde los sucesivos Gobiernos de la Generalitat han estado en otras cosas. Pero todos los problemas le han estallado juntos, desde la falta de inversiones para hacer frente a la pertinaz sequía, pasando por la debacle de la educación, donde ya nadie se atreve a afirmar que la escola catalana sea un modelo de inclusión y excelencia, al retraso en la compleja carpeta de la transición energética, hasta el desaguisado de gestión que la consejera de Justica, Ubasart, ha organizado en prisiones, sin olvidarse de la lista de espera en sanidad, etcétera.

Se ha instalado la sensación de que no había nadie competente para hacer frente a los problemas por resolver mil veces aplazados, y Aragonès ha suspendido en gestión. Seguramente, hoy la historia sería diferente si en 2022 hubiera adelantado las elecciones, tras el portazo de Junts por sus incontables líos internos, con Laura Borràs inhabilitada por corrupción, y con Carles Puigdemont desaparecido de la política catalana mucho antes de que la amnistía apareciese en el horizonte de lo posible. Sin duda habría obtenido un mejor resultado y tal vez hubiera podido seguir al frente de la Generalitat gobernando de la mano del PSC.

La segunda decisión fue adelantar las elecciones esta primavera tras el portazo de los comunes a los presupuestos para 2024, una apuesta de la que Junqueras discrepaba, pero con la que Aragonès quiso hacer un Sánchez, previendo que la erosión hasta el año siguiente sería peor para ERC. La jugada le ha salido muy mal, los 20 escaños obtenidos están por debajo de las peores expectativas, y la campaña acabó siendo una elección entre Illa o Puigdemont, con Aragonès invisibilizado. ¿Y ahora, qué? Hasta después de las elecciones europeas no se sabrá nada, las espadas se mantendrán en alto, pero la investidura del candidato socialista aparece como inevitable tras el hundimiento del independentismo, que volverá probablemente a sufrir un retroceso el 9 de junio.

Hoy todavía no sabemos cómo, pero la fórmula de una doble abstención, tanto de ERC como de Junts, una vez que Puigdemont compruebe por enésima vez que los republicanos no piensan votarle y que lo más inteligente es retirarse, me parece la solución más probable y la menos costosa para unos y otros. Si Junqueras pretende perpetuarse como mandamás de los republicanos, como así parece, lo que menos le conviene es una repetición electoral, pues si empeorase los resultados se vería obligado a seguir el camino de Aragonès.