Este año he tenido suerte y para Sant Jordi me regalaron una rosa y un libro fantástico: Un home bo costa de trobar (L’Altra editorial, 2024), de la autora estadounidense Flannery O’Connor. Se trata de una colección de relatos cortos, entre ellos el que da título al libro, que reflejan con mucha lucidez (y algo de terror) la vida y valores de los habitantes del sur de Estados Unidos en los años 50, en especial los de su Georgia natal, pero también de Florida, Tennessee, Carolina del Sur…

“Tennessee es un vertedero de basura con montañas y Georgia también es un estado de mierda”, dice el protagonista de uno de los cuentos, traducidos al catalán de una forma tan excelente que hasta me ha resultado extraña. Supongo que se debe al intento de traducir con fidelidad el dialecto sureño (en el libro aparecen niños, delincuentes, predicadores negros, granjeros, etcétera) y que la traductora ha hecho un gran trabajo, pero cuando leo “Deixa’m passar, mestretites, cabra xaruga!”, desde luego no me sitúo en el sur de los Estados Unidos, ni siquiera en Barcelona. Tampoco cuando leo palabras como “dingú” (en lugar de ningú), “aixins”, “domés” (només), o “dugues” (dues) sin entrecomillar. ¿No sería más adecuado avisar al lector de que se encontrará con faltas de ortografía de forma intencionada

“Si el original tiene incorrecciones asociadas a un determinado grupo social, tiene sentido que la traductora haya buscado el equivalente en catalán”, me explicó un reconocido editor catalán cuando le manifesté lo extraño que me parecían algunos fragmentos del libro. De lo que se trata, añadió el editor, “es de trasladar de una lengua a otra el contenido semántico, pero también otros aspectos lingüísticos (variantes geográficas, sociales, particularidades del registro)”. Después, me sugirió que leyera un libro de Umberto Eco sobre traducción en el que habla de todos los niveles de traducción (contenido semántico, aspectos formales, lingüísticos, métricos, en el caso de poesía) y cómo negociar entre ellos. 

De acuerdo. Acepto su razonamiento, aunque sigo pensando que en la realidad nadie dice “mestretites” o “dingú”, y ahora volvamos a O’Connor.  “Es la autora de referencia de la literatura del sur”, me dijo mi amigo Elijah, que creció en Charlotte, Carolina del Norte, en el seno de una familia blanca y católica procedente de otra ciudad sureña, Birmingham, Alabama, con un 65% de población negra. “Mi abuela estaba medio chalada”, se ríe, comparándola a un personaje de O’Connor. La mayoría de los personajes de la autora, que murió de lupus a los 39 años, son freaks, personajes grotescos que de entrada parecen frágiles, con alguna debilidad física o psicológica, pero que nos están mostrando la esencia de la naturaleza humana, y que tienen en común vivir en un entorno marcado por el racismo, la violencia y la religión. 

“Las historias de ficción de O'Connor están llenas de escenarios que ahora tienen el aire de los mitos de mediados de siglo: un evangelista que predica el evangelio a la puerta de un cine; una abuela tiroteada por un preso fugado al borde de la carretera; un vendedor de biblias que seduce a una mujer intelectual en un pajar”, observa el crítico literario Paul Elie en un artículo publicado en The New Yorker en 2020 donde analiza el posible racismo de la autora, blanca y católica, a partir de su correspondencia personal. Es cierto que O’Connor a veces utilizaba la palabra “nigger” y el término “basura blanca” en sus cartas, pero tras leerla no me queda duda de que en sus historias manifiesta su compasión por el sufrimiento de los negros sureños y de cualquier persona vulnerable o frágil. Que no me la cancelen.