Lo único seguro de las inminentes elecciones catalanas, que este domingo inclinarán el tablero político español en un sentido o en otro, es que, sobre el generoso terciopelo de los palacios de gobierno concernidos, este 13M veremos muchos más difuntos (políticos) que de costumbre. Los duelos son así desde el comienzo de los tiempos.
Cada cita electoral, igual que sucede en las guerras, arroja ante nuestros ojos ese espectáculo (tan pedagógico) de ver cómo gestionan la fortuna tanto los vencedores como los vencidos. Los primeros tienden a ocultar que –en el fondo– son los primeros sorprendidos de su éxito, como le sucede a los grandes impostores; los segundos mantienen viva esa vieja obstinación que consiste en negar la evidencia. “Hemos mejorado”. “Seguiremos trabajando”. Frases que no sirven de nada.
El dictamen de los ciudadanos, por supuesto, no decide demasiado, salvo las cartas de la baraja con la que los partidos políticos jugarán el envite de las posteriores componendas, inequívocamente fenicias. Los recuentos electorales poseen, en cualquier caso, una eficacia colosal en términos morales, por decirlo a la manera de Josep Pla. Desvelan quién ha mentido (a ojos de los votantes) y con qué éxito en la campaña. Al mismo tiempo, miden el valor (político) de la verdad. Ambas cosas –conviene no olvidarlo– no siempre obtienen una traducción fiel a la hora de definir el podio del poder. Se puede no tener ni un diputado diciendo honestamente la verdad y arrasar en las urnas gracias a las mentiras. Lo que no es fácil es que ambas cosas sucedan al mismo tiempo. La verdad no tiene muchos amigos.
Sobre lo que no cabe discusión, como han demostrado los últimos comicios autonómicos en el País Vasco, es que cualquier votación condensa los valores que predominan en una sociedad –y también su ausencia– mejor que cualquier diagnóstico o encuesta. Incluso cuando el resultado sea el preludio de una catástrofe inminente.
Que Illa (Salvatore) vaya a ser la lista más votada, como auguran los sondeos, es una cuestión que –a nuestro juicio– todavía está por ver. Sobre todo en términos de grado. Es plausible que el candidato del PSC atraiga a una parte del voto nacionalista (no exaltado) y a los sectores sociales que, en este momento, anhelan pasar la página del manual del secesionismo. En paralelo, perderá parte de los sufragios contrarios a la amnistía, muchos de los cuales fueron de Cs y se refugiaron en la candidatura socialista. Que el saldo de ambos trasvases tenga un resultado positivo –para el PSC, que también se juega en este trance el mantenimiento de su hegemonía en Ferraz– es la gran incógnita de esta convocatoria electoral, probablemente la más española de cuantas se han celebrado en los últimos tiempos.
La cita del domingo es una especie de test de estrés de la mayoría parlamentaria que sostiene al Insomne Sánchez y a Sor Yolanda (del Ferrol) en el Gobierno central. Ante la posibilidad de una repetición electoral –una hipótesis nada descartable– es probable que se exploren distintas alianzas potenciales. Todas tienen coste político. No es agradable, ni tampoco cosa sencilla, aunque a nuestra edad hayamos visto de todo, mudar de contendientes a socios. Cualquier acuerdo tampoco garantiza per se la normalización política. La gestualidad de los candidatos no puede disimular la desatención crónica a los verdaderos problemas sociales de Cataluña, perennes desde hace lustros debido al habitual trampantojo secesionista.
Una mayoría soberanista devolvería a Cataluña al marco conceptual del procés sin un coste político para Junts y ERC, avalado por el PSC y, al cabo, por Ferraz, tras la ley de amnistía. Mucho más si –la aritmética manda– la candidatura de Aliança Catalana, que enuncia en público lo que el soberanismo siempre ha defendido en privado, llegara a desempeñar un papel relevante en la ecuación.
La fragmentación del voto independentista juega en favor del PSOE, pero también dificulta la estabilidad tanto en Barcelona como en Madrid. Illa tiene difícil la tarea de armar un Frankenstein catalán. Entre otros motivos porque, si optase por ERC, acaso con el añadido de los Comunes, el coste sería la caída súbita de Sánchez, que es un presidente legal, pero, de igual forma, también es el primero que ocupa la Moncloa sin haber ganado directamente las elecciones. Una anomalía que explica que Puigdemont, el prófugo, crea también que puede volver a Sant Jaume sin ganar, quedando en segundo lugar.
Que el Napoleón de Waterloo se jubile es harto difícil de creer. Sobre todo vistos los frutos (beneficiosos para su causa) de esa forma de hacer política que llamamos chantaje. No lo es, en cambio, que Aragonès sea amortizado por sus huestes. Su breve hora ha pasado. El PP va a crecer –sin excesivos méritos– aunque Vox se sostenga en el Parlament. Hacia las listas conservadoras irán los votantes huérfanos de Cs, del mismo modo que Sumar se juega su supervivencia, tras el batacazo de las elecciones gallegas y vascas. Un descalabro –no atribuible ya a su tormentoso divorcio de Podemos– destrozará cualquier opción de Yolanda Díaz de hacerse con el timón de los votantes situados a la izquierda del PSOE. Lo cual beneficia a medio plazo a Sánchez, que se ha nombrado a sí mismo Líder Supremo de un Frente Popular no declarado expresamente, pero existente ya de facto.
Suceda lo que suceda el domingo, no habrá paz política en Cataluña. Incluso en caso de armisticio, las concesiones, sobre todo en materia de financiación económica, que tendría que hacer el PSC para contentar a Junts y ERC, o a ambos, son tales que acelerarán el desgaste del PSOE en el resto de España. Especialmente en Andalucía, donde los socialistas hace seis años que son irrelevantes. Los devotos del PSC interpretarán estos comicios al modo de un plebiscito sobre el sanchismo. Pero, hasta en el caso de una victoria aparente del PSC, el 12M puede ser el principio del ocaso de la mayoría que gobierna España. Su frágil hegemonía es fruto del interés, no consecuencia de una convicción. Y los intereses, igual que las estaciones y el amor, pasan. En política, como en la vida, nada dura para siempre.