La (no) renuncia en diferido del presidente del Gobierno es la última, y más llamativa, representación de un mal que cada vez está más extendido en la política española, el hiperliderazgo, algo que está acelerando el deterioro reputacional de nuestra clase política.
Un líder político debe tener carisma, sin ninguna duda. Sus decisiones, cuando está en el poder, son de gran impacto y por eso tiene que atraer a sus votantes, pero también a quienes gobierna, aunque no le hayan votado. Además, para llegar a lo más alto de un partido normalmente ha tenido que vencer a personas igualmente preparadas en la oratoria y hasta en la intriga política. La enorme mayoría de nuestros gobernantes, tanto nacionales como autonómicos, han gozado de esta característica porque en caso contrario han durado poco en la política en lo alto de sus partidos.
La inmediatez que nos rodea, así como el impacto de los medios y especialmente de las redes sociales, ha facilitado el desarrollo de unos líderes que arrasan con todo lo que tocan, incluso sus propios partidos, configurando una creciente disociación entre los intereses del líder y de la organización que representa. Es muy curioso que los partidos que emergieron para romper el bipartidismo histórico de nuestra democracia son fuegos artificiales que tras el brillo inicial languidecen. Ciudadanos, Podemos, Sumar, Vox… han tocado, o creído tocar, el cielo, pero inmediatamente se ha producido un proceso de canibalización con salida de personajes relevantes cuando no expulsiones, llevando a alguno de ellos a la irrelevancia y el resto presentan un futuro nada sencillo.
De las luchas internas por el liderazgo no se salva nadie, salvo tal vez el PNV al no concentrar el poder del partido en quien ejerce el poder administrativo. El partido marca el ritmo de cuándo un lendakari debe renovarse y de cuándo continuar. Lo vimos con Ibarretxe y lo hemos visto ahora con Urkullu, el partido es el que manda. En el resto todo gira en torno al sumo líder y en muchas ocasiones el exceso de liderazgo es el comienzo del final del partido. Lo hemos visto con partidos con poca historia, pero ahora se evidencia que la dependencia del PSOE de su líder le puede pasar factura.
Sánchez pasará a los anales de la politología. Expulsado de la secretaría general de su partido fue capaz de volver, vencer a sus contrincantes internos y luego alcanzar el Gobierno mediante una moción de censura. Equilibrista del poder, audaz, táctico más que estratega, es como un tahúr del Misisipi, siempre gana, aunque no tenga buenas cartas, como lo demuestra su capacidad para armar Gobierno habiendo perdido las elecciones del 23J. Su historial de victorias no esperadas ha jalonado el mito de hombre infalible. Su última treta es difícilmente entendible por la mayoría del país y, en especial, por la prensa internacional, que no es que aplauda su movimiento.
Estar a su lado, como suele pasar a los hiperlíderes, abrasa. En menos de seis años de Gobiernos ha nombrado a 52 ministros, para un gabinete de 22. Y muy probablemente cuando pase el ciclo electoral, en verano, haya nuevos cambios. Si descontamos a los cinco que sobreviven desde el primer gabinete, la rotación de carteras es tremenda, siendo una señal más de la carencia de estabilidad en la cúpula.
Probablemente nunca sepamos la realidad de su (no) dimisión en diferido, pero sin duda el comité federal del sábado evidenció la orfandad del partido sin su líder. Hoy el PSOE sin Sánchez prácticamente no existe, o al menos está anestesiado, es más un movimiento en torno a una persona que un partido fundamental para vertebrar la vida política española.
El PSOE cuenta con casi 21.000 concejales, de los cuales unos 2.400 son alcaldes, tres presidentes autonómicos, 353 parlamentarios autonómicos, 121 diputados, 89 senadores... y un elevado número de altos cargos y asesores. Pero sin el líder parece que no son nada, tal vez porque este les ha exigido obediencia total y se han acostumbrado a ella. Se demostró en el debate interno sobre la amnistía, los críticos, pocos, fueron silenciados cuando no expulsados, solo hay un mensaje posible.
Sánchez se ha convertido en la piedra angular no solo del PSOE, sino de una coalición tan heterogénea como volátil. Pocos son capaces de imaginar su futuro sin él. Y con o sin dimisión bien harían en pensar en su sucesión, ahora que tienen más tiempo del que parecían tener el sábado pasado. Tal vez regular un máximo de años como presidente del Gobierno, ocho, por ejemplo, ayudaría. No olvidemos que hasta a Felipe González, la figura que probablemente más consenso suscite ahora, le sobraron años al frente del Gobierno de la nación.