Los domingos por la tarde, cuando era pequeña, mi madre nos solía preparar creps. Era la fórmula perfecta para olvidarse de que al día siguiente había cole y aún no te sabías la lección de Historia o que no habías hecho los deberes de Matemáticas. Creps de jamón y queso, de mermelada, o de limón con azúcar, mis favoritas.

Las de Nutella las probé más adelante, con 16 o 17 años, el verano que fui a París a estudiar francés con mi amiga Noemí. Cada noche salíamos de la residencia universitaria para zamparnos una crep de Nutella en alguna crepería barata de la avenida Montparnasse, a la vuelta de la esquina. Y, claro, una crep de Nutella durante 30 días seguidos pasó factura: las dos volvimos con unos cuantos kilos de más, además de fumar Marlboro como carreteras.

Lo del tabaco no lo veo con nostalgia –qué burra fui–, pero daría cualquier cosa para recuperar esas mejillas sonrosadas y esos michelines bajo la camiseta que veo en las fotos. ¿Quién iba a imaginar que 30 años después estaría como un palillo y las arrugas asomando por todas partes? 

El domingo pasado, en un ataque de nostalgia, decidí prepararle creps a mi hijo. Lo dejé duchado y en pijama frente al televisor (le gusta todo lo que tenga que ver con Spiderman) y me puse a preparar creps de jamón y queso con todo el amor y dedicación imaginable. Sin embargo, cuando lo llamé para cenar, me lo encontré hecho un ovillo en la butaca de mi padre. Se había quedado roque. Tuve el impulso de despertarlo, pero al final decidí dejarlo dormir, sabiendo que empalmaría hasta el día siguiente, y comerme su crep en silencio sumergida en mi nostalgia.

Me acordé de las creps de mi madre, de las creps en casa de mi amiga Coco después de una tarde jugando con las muñecas, de las creps con Noemí en París antes de ir a dormir, de las creps con mi amigo Juanjo en la pequeña crepería francesa de la zona alta de Barcelona donde nos reunimos un jueves al mes para cenar y analizar nuestra vida amorosa, de las creps rebosantes de queso fundido con mi amiga Isa después de toda la noche bebiendo en la fiesta mayor de Sant Pere de Vilamajor, de las creps con Elijah en Poblenou mientras me cuenta lo mucho que añora los bosques de Carolina del Norte, de las creps suzette de la cena de fin de año en un hotel de Formigal, escuchando de fondo a Martes y 13.

¿Por qué habrán desaparecido las creps suzette de las cartas de los restaurantes? Con lo que me gustaba ver aparecer al camarero con el carrito y el soplete, dispuesto a flambearlas in situ con licor de naranja.

“Todo el mundo tiene recuerdos de la infancia relacionados con la comida y, aunque no nos demos cuenta, estos recuerdos han afectado a nuestra forma de ser como adultos”, escribió en 2017 Susan Krauss Whitbourne, profesora de Psicología de la Universidad de Massachusetts, en un artículo para Psychology Today. En el artículo, titulado ‘What Your Earliest Food Memories Say About You’ (‘Lo que tus primeros recuerdos sobre comida dicen de ti’), la autora cita un estudio de Elisabeth von Essen y Fredrika Martensson, investigadoras de la Universidad Sueca de Ciencias Agrícolas, que explora la correlación entre nuestros primeros recuerdos sobre comida y nuestra capacidad de resiliencia en la edad adulta.

“El equipo sueco creía que las asociaciones positivas entre comida y familia ayudan a establecer una base sólida sobre la que se construirán las futuras habilidades para afrontar problemas”, señala. También creían que nuestros recuerdos culinarios influyen a la hora de elegir nuestras relaciones y que la forma en que pasamos los momentos relacionados con la comida con nuestras parejas “define un elemento clave en nuestras relaciones”.

Con esto no sólo se refiere a cómo pasamos el tiempo juntos en una relación (las comidas ocupan gran parte del tiempo), sino a la sensación de seguridad en la relación, a la capacidad de desarrollar un apego sano, sobre una “base segura”. Por fin veo la luz. A partir de ahora, solo saldré con hombres que disfruten comiendo creps.