La política requiere siempre de un relato, y este, por definición, siempre es inventado.
Así, Virgilio compuso La Eneida con afán justificador, buscando un argumento mitológico a la conquista del mundo griego por Roma, entroncando, a su vez, a la urbe tiberina con la tradición homérica. El célebre mantuano lo encontró en la venganza de los troyanos (mitológicos padres de Roma, véase Eneas) contra sus conquistadores helenos. De hecho, finiquitando la Edad Media, Mehmet II el Conquistador (sultán otomano en los tiempos de la toma de Constantinopla, año 1453) se consideró a sí mismo el legítimo heredero del Imperio romano (en oposición, también, a los “griegos”). Desde luego, como tierra con extrema densidad histórica, Turquía rezuma necesidad de relato a lo largo de su eterna historia.
Toda nación moderna nace entre sangre y escombros. En el caso de Turquía, entre las llamas de Esmirna (en 1922) y su población (griega y armenia) huyendo de sus viviendas hacia el mar, y manchada por la sangre del, negado mil veces, holocausto armenio, en un intento de uniformización étnica nacional con la ponzoña del argumento nacionalista. El fundador de la “nueva nación” fue aquel que aparece en monedas, calles, estadios de fútbol y demás elementos de identificación, cotidianos u ocasionales, en la sociedad turca contemporánea: Mustafá Kemal Atatürk.
Con un pasado marcial, marcado por la sangre y los excesos bélicos, Atatürk (que significa “padre de los turcos”) creó un estado laico, implantó el alfabeto latino, abolió la Sharía, adoptó un Código Civil europeo-continental (copia del suizo, el ZBG), implementó el derecho de voto en las mujeres y dignificó la lengua turca frente al árabe (la llamada a la oración se haría en lo sucesivo en turco). Se trasladó a Ankara la nueva capital y se intentó desvincular a la nueva nación de la imperial Estambul (la eterna Constantinopla).
Sin embargo, las raíces para los frutos no podrían haber salido de mayor estercolero: la búsqueda de un estado étnicamente unificado donde sobraban armenios, kurdos, griegos (los intercambios entre Grecia y Turquía implicaron a más de dos millones de personas) y demás minorías étnicas (no deja de ser curioso que el propio Kemal naciera en Salónica, cuando aún era otomana y antes de su cuasi total destrucción por los nazis con la aniquilación de sus sefardís).
Atatürk finiquitó los últimos cimientos del mastodóntico, y decrépito, Imperio otomano, creando un estado “moderno”, aunque autoritario. De hecho, fue el modelo que siguieron estados como Pakistán (hasta la actualidad) e ilustró al nacionalsocialismo o a los propios fascistas. Su partido, el Partido Republicano del Pueblo (CHP), aún hoy exhibe su emblema con los seis principios kemalistas: el republicanismo, el nacionalismo, el populismo, el laicismo, el estatismo y el reformismo.
La verdad es que en los últimos tiempos del Imperio otomano ya se produjo un generalizado acercamiento a la cultura europea occidental, huyendo del orientalismo e imitando, en no poca medida, al Imperio alemán. Se cambió el harén de Topkapi por el estilo, netamente europeo, del palacio de Dolmabahçe, como ejemplo. Esta alianza culminó en la primera guerra mundial, donde ambas potencias compartieron frente.
Los horrores de los diferentes conflictos bélicos, y la milenaria composición a lo melting pot de ciudades como Estambul, hicieron que el disfavor y la reticencia hacia las potencias exteriores se generalizara, viéndose a armenios y griegos como una suerte de quintacolumnistas o chivos expiatorios. Atatürk, con sus bizantinas conjuras, supo explotar tales prejuicios, ahondar en ellos y construir una nueva nación. De la nación se pasó al régimen, y ahí empieza la historia del “nuevo sultán”.
Tayyip Erdogan nació en los suburbios obreros de Kasimpasa (Estambul), hijo de padres procedentes del mundo rural del Mar Negro. Situado en el distrito de Beyoglu, se crio bajo los prejuicios de contemplar a las élites kemalistas, que no tenían en consideración las costumbres islámicas de los turcos con escasos recursos. Su poder (valga el paralelismo con Atatürk) se alzó sobre el populismo y los agravios. Por contradictorio que parezca, su auge se cimentó en el apoyo popular masivo del proletariado musulmán, primero como alcalde de Estambul y luego como primer ministro y, actualmente, como presidente de la República Turca. Hábil Maquiavelo posotomano, Erdogan ha sabido utilizar el, de momento, malogrado proceso de integración en la Unión Europea a su favor, minando el poder del ejército kemalista laico (tan dado a los golpes de Estado, y que es la segunda fuerza en número dentro de la OTAN).
Pasado el tiempo, la balanza estriba entre los nuevos kemalistas (actualmente socialdemócratas, claramente pro-Occidente y con tendencias modernizadoras) frente a los islamodemócratas del Partido de la Justicia y el Desarrollo de Erdogan. La discoteca frente al velo, la Santa Sofía museo (hoy de nuevo, por obra de Erdogan, mezquita) frente a la nueva, y excesiva, gran mezquita de Çamlica (promocionada e inaugurada bajo su mandato y que es la más grande de toda Asia Menor, y cuya altura, aún hoy, es un homenaje a la batalla de Manzikert de 1071… que diera inicio al retroceso del Imperio bizantino frente a los turcos). Las recientes elecciones municipales turcas han mostrado que el mundo urbano reniega del nuevo sultán optando por la “modernidad”, dejando al partido de Erdogan fuera de la alcaldía de Estambul, Ankara o Esmirna.
El pulso entre el islam (y optar por un nuevo “neo-Imperio otomano” con influencia en todo el mundo islámico) y la modernidad (y una eventual integración europea) sigue en liza. Si lo que se acaba imponiendo mayoritariamente es el islamismo del barrio de Fatih o la modernidad de las calles de Istiklal Caddesi… sólo el tiempo lo dirá. Quizá una nueva mirada al anciano proyecto de Paneuropa de Coudenhove-Kalergi sería de interés, pero desde un punto de vista pragmático.
Hay quien propone una Unión Europea por coronas, donde en el núcleo duro estaríamos España con países como Francia o Alemania configurándonos, cuasi, como un mismo Estado y, a partir de ahí, ir creando “coronas” con mayor o menor grado de integración (en la última estarían Reino Unido o Turquía, estando “dentro”, pero con “condiciones”). Quizá sea el momento de dar una oportunidad con infinitas condiciones y condicionantes, pero este momento, latente el pulso, nunca llega y no se le espera, al menos, en breve. La ambivalencia (a veces interesante, como instrumento de “neutralidad”) en el conflicto ruso-ucraniano, el conflicto chipriota y el continuo apoyo turco a Azerbaiyán (con los hidrocarburos caspios de fondo), con los excesos cometidos por el ejército azerí en el Nagorno Karabaj, tampoco ayuda.