La compañía madrileña Enagás se ha erigido en el mascarón de proa del PSOE en las grandes corporaciones patrias. La penetración del partido en este mastodonte es espectacular. La junta de accionistas, celebrada en fechas recientes, acordó renovar por cuatro años más el mandato, como miembros del consejo, de los socialistas José Montilla y José Blanco, así como del comunista Cristóbal Gallego.

Los tres lucen ante la CNMV la insólita consideración de “independientes”. Este vocablo significa exactamente lo contrario de lo que pretende expresar. Los tres vocales no solo no son independientes, sino que dependen por completo de las formaciones políticas que los designaron por el conocido procedimiento “digital”, es decir, a dedo.

Las máximas funciones ejecutivas corren a cargo de otro sociata, Arturo Gonzalo, estrechamente relacionado con Teresa Ribera, vicepresidenta tercera y ministra de Transición Ecológica del Gobierno liderado por Pedro Sánchez.

Entre los administradores supuestamente “independientes” aparece también la exdiputada socialista María Teresa Costa, de 72 años, que fue secretaria del departamento de Industria de la Generalitat, cuando la encabezaba Montilla, así como jefa de la Comisión Nacional de la Energía.

El Estado posee el 5% de Enagás. Pese a tan exiguo paquete, el Gobierno mangonea el órgano gestor como si fuera su cortijo exclusivo. Tal circunstancia viene ocurriendo desde tiempos remotos.

Así, siendo Mariano Rajoy inquilino de La Moncloa, el PP colocó a sus secuaces en el puente de mando, entre ellos a Isabel Tocino, Antonio Hernández Mancha, Gonzalo Solana y Ana Palacio. De aquella lejana época todavía subsiste Ana Palacio, de 75 años, que fue ministra de Exteriores con José María Aznar.

En el cuerpo de socios de la empresa de gasoductos, además del Estado, figuran el magnate Amancio Ortega, propietario de un 5% del capital, amén de varios fondos americanos y de Oriente Medio que controlan un 10%.

En los anales de Enagás descuellan sobremanera dos personajes. Uno es José Blanco, de 62 años, quien ejerció de portavoz del Ejecutivo y de ministro de Fomento a las órdenes de José Luis Rodríguez Zapatero.

En su transición al ámbito privado, Pepiño tuvo la ocurrencia de montar en la Villa y Corte un gabinete de asesores de la mano del pepero Alfonso Alonso, exministro de Sanidad con Rajoy.

El tinglado se titula Acento Public Affairs y se ofrece con todo descaro como “consultoría supra-especializada en asuntos públicos".

Desde entonces, el binomio Blanco-Alonso actúa de lobista al por mayor y trasiega influencias por cuenta de grandes firmas cuyos negocios dependen, en última instancia, de los boletines oficiales.

El otro individuo digno de nota es Pepe Montilla, que ya tiene 69 años. Aplicó toda su vida laboral a la política. Con 28 abriles se colocó como concejal del Ayuntamiento de Cornellà de Llobregat. Con 30 ya era alcalde. De ahí trepó en 2003 a la cima de la Diputación de Barcelona. El año siguiente se encaramó a ministro de Industria, Comercio y Turismo. En 2006 aterrizó en la cúspide de la Generalitat. Y por último, de 2011 a 2019 brindó su postrera dedicación al pueblo soberano en su calidad de senador.

A la sazón, cobraba la pensión vitalicia que gratifica a los exmandamases catalanes. En 2020 consiguió agenciarse un sillón en el preciado sanedrín de Enagás. Con tal motivo, se le llamó a comparecer ante el Parlament para que diera explicaciones por tan asombroso fichaje.

Arguyó que le habían nombrado por su larga experiencia y conocimientos del sector energético, pues había fungido como ministro del ramo durante dos años. Además, rechazó de plano que el suyo fuera un caso palmario de puertas giratorias.

Lo cierto es que el cambio de chaqueta de servidor público a consejero de la multinacional gasista, sin solución de continuidad, obedeció a una contundente razón crematística. Como excapo del Govern le correspondían unos 85.000 euros. En cambio, en el gigante madrileño obtiene 175.000, por la nada extenuante labor de asistir a una docena de reuniones al año.

En el curso de ellas, Montilla y los otros epígonos se limitan a asentir mansamente a las explicaciones del gerifalte, y a continuación pasan el cazo para el devengo de su copioso momio.

Pepiño Blanco, María Teresa Costa y Cristóbal Gallego perciben un importe similar al de Montilla. Ana Palacio, que es más veterana, se mete en la faltriquera 190.000.

En suma, el supremo centro rector de esta cotizada en la bolsa ha devenido un mejunje impresentable e indigesto de expolíticos amortizados que viven a cuerpo de rey chupando de su ubre.

En particular, no es de recibo que Montilla siga disfrutando tan campante, en calidad de exfactótum de la Generalitat, de una lujosa oficina sita en la Diagonal barcelonesa. Cuesta cada año al erario vernáculo 400.000 euros entre alquileres, empleados, gastos burocráticos y dispendios varios.

Montilla sostiene que la utiliza para sus importantes relaciones institucionales como expresident. Esas hipotéticas labores se reducen a acoger de vez en cuando a algún comunicador deseoso de entrevistarlo, y poco más.

Dado que Montilla se gana la vida fastuosamente en el campo privativo, si quiere disfrutar de un despacho, ofrezca a los ciudadanos un ejemplo de honradez y sufráguelo de su propio bolsillo, como cualquier hijo de vecino. El dinero de los contribuyentes merece un respeto. Malversarlo en semejantes lujos asiáticos clama al cielo.