Desde que, en septiembre de 2012, el entonces president Artur Mas anunció la celebración de elecciones con carácter plebiscitario sobre el llamado derecho a decidir, en Cataluña hemos sufrido otras dos convocatorias más que, a criterio de los partidos separatistas, han reunido el calificativo de referendario.

En 2015, las elecciones fueron pretendidamente un plebiscito sobre la secesión en 18 meses, lo que llevó a CDC y ERC a formar una sola candidatura (Junts pel Sí) con la implicación hasta las trancas de la ANC y de Òmnium.

Dos años después, tras el fiasco del procés, con sus líderes encarcelados o huidos de la justicia, y pese a la aplicación del artículo 155, el independentismo volvió a considerar que en las elecciones de diciembre de 2017 se dirimía no solo la legitimidad de lo hecho hasta hecho entonces, sino la posibilidad de aplicar el “mandato del 1 de octubre”.

Sin embargo, con el paso de los años, en 2021, la situación política cambió mucho, sufrimos la pandemia, y en ERC se desmarcaron de la hoja de ruta unilateral de Junts y aborrecían las llamadas a la desobediencia gratuita. Los encontronazos entre ambos partidos, primero a cuenta de la no investidura del prófugo Carles Puigdemont en 2018, y después bajo la presidencia del ultra Quim Torra, fueron constantes.

Pese al odio que se profesaban, en las elecciones celebradas en febrero de 2021, ambos apelaron a la imposibilidad de alcanzar ningún pacto fuera del espacio separatista, aplicando un explícito “cordón sanitario” al PSC. Finalmente, aunque la desconfianza mutua era máxima, ERC, Junts y la CUP reconstruyeron la unidad in extremis, lo que permitió la investidura de Pere Aragonès en segunda vuelta y la formación de un último Gobierno de coalición independentista, que acabó con la salida de Junts al cabo de poco más de un año.

Así pues, hemos sufrido tres elecciones netamente plebiscitarias, en 2012, 2015 y 2017. Y otra a medio camino, en 2021, donde el triunfalismo de los más radicales por haber obtenido el deseado 50% de los votos, en un contexto de baja participación, se dio de bruces con la renuncia de los republicanos a hablar de votación referendaria.

La convocatoria del próximo 12 de mayo tiene la particularidad de que ya nadie, ninguna fuerza separatista con peso electoral relevante, las plantea como un plebiscito. Ni ERC, ni Junts, ni la CUP. El cambio, en esta ocasión, no es únicamente aspiracional, sino también estratégico, de cara a posibles acuerdos para la gobernabilidad.

Por primera vez, en ERC no renuncian de forma categórica a pactar con el PSC, aunque sostienen que es muy difícil y sobre todo aseguran que jamás harán a Salvador Illa president de la Generalitat. Son declaraciones comprensibles en el marco de la competencia con Junts, ya que todo el mundo sabe que nada de lo que se dice antes de las elecciones sirve para el día después. Tampoco los socialistas se cierran a ningún pacto, excepto con la extrema derecha. De manera que, después de 12 años, se abre un escenario nuevo, con la posibilidad de superar las consecuencias del bloquismo generado por el procés.

En la legislatura finalizada, socialistas y republicanos han pactado dos veces los presupuestos de la Generalitat, aunque la última de manera infructuosa por la negativa de las comunes, lo que ha llevado a Pere Aragonès a avanzar las elecciones. También en el Ayuntamiento de Barcelona, PSC y ERC han rubricado un acuerdo por las cuentas, y se avecina un bipartito en el gobierno de Jaume Collboni, pero que ahora tendrá que esperar a que se dirima qué ocurre en la Generalitat.

El único factor que podría alterar el escenario de normalidad al que nos dirigimos sería el regreso a España de Carles Puigdemont, desafiando la orden de detención. Es una posibilidad que se aventura bastante probable, si creemos a su abogado Gonzalo Boye. No las transformaría en plebiscitarias de nada, pero sí las connotaría de un elemento emocional, haciendo que el resultado electoral sea mucho más imprevisible.

Para los catalanes, encerrarnos con el juguete de Puigdemont sería desastroso. Desviaría la atención sobre los graves problemas (sanitarios, educativos, medioambientales, etcétera) que siguen sin resolverse desde hace años, y el debate de la campaña se focalizaría en el vodevil protagonizado por el expresident contra los jueces.