Los que me conocen bien saben que puedo llegar a ser muy obsesiva, así que cuando les cuento que me he hecho amiga (¡solo amiga!) de un americano de Asheville, en Carolina del Norte, y que este verano pienso viajar a esta pequeña ciudad rodeada de los montes Apalaches, no me lo ponen en duda. “Seguro que encuentras un campamento de verano para tu hijo”, me animan.

Si en mi vida no imperasen la falta de dinero y la inestabilidad, ya tendría los billetes de avión comprados. Vuelo directo a Atlanta y después tres horas de coche hasta Asheville, donde me alquilaría una casita cerca del río o una cabaña de madera junto al bosque por la mitad de precio de lo que me costaría un apartamento en el Pirineo. Por las mañanas, mi hijo se entretendría jugando a softball con sus nuevos colegas americanos –suerte con el acento sureño, cariño– y yo disfrutaría leyendo un libro y saboreando un delicioso latte en el High Five, el café más popular de Asheville, que también da nombre a una conocida canción de Angel Olsen: “I feel so lonesome I could cry / But instead I'll pass the time / Sitting lonely with somebody lonely, too / Well, there’s nothing in the world I’d rather do…”. Llevo escuchándola en bucle toda la semana, maldita mente obsesiva. 

“Angel Olsen se mudó a Asheville hace unos años, vivía en mi barrio”, me explica mi amigo, culpable de mi nueva obsesión musical. Se extrañó de que no la conociera. “Ha tocado en Barcelona algunas veces”. 

Mi analfabetismo musical es bastante vergonzoso, lo sé, pero soy una persona curiosa y no me cierro a nada, en especial, a todo aquello que me permite viajar a través. “Are you lonely too? / Are you lonely too? Hi-five, so am I/ All of your life…”. 

En una entrevista para Outside, una revista especializada en deportes de montaña y medioambiente, la reconocida cantautora estadounidense explicaba que cuando llegó a Asheville procedente de Chicago, hace ya más de 10 años, quedó prendada de esta pequeña ciudad con aires de pueblo (tiene algo menos de 100.000 habitantes) rodeada de ríos y bosques, haciéndola atractiva tanto para artistas como para amantes de la naturaleza. Los lugareños querían charlar con ella, mostrarle sus abrevaderos y senderos favoritos. “Esto es vivir de verdad”, dijo Olsen. “Soñaba con ello”. 

Otra forma de viajar a Asheville sin coger un avión ha sido a través de su autor más famoso, Thomas Wolfe (1900-38). Contemporáneo de William Faulkner, quien lo señaló como el mejor escritor americano de su generación, Wolfe vio su carrera truncada al morir de tuberculosis a la temprana edad de 38 años. “Voy a pasarme la noche entera con él”, le dije a mi amigo antes de empezar El ángel que nos mira (Penguin Random House, 2023), su primera novela, de carácter autobiográfico.

“Tenía los pies muy grandes, vigilia”, me respondió él en broma. Después me mandó una foto de la pequeña placa con una réplica en bronce de un par de zapatos de Wolfe sobre un felpudo que preside la entrada de la casa-museo donde el autor vivió su infancia. La Old Kentucky Home (en la novela se llama Dixieland) es una bonita casa amarilla de dos plantas, con porche y cornisas dentelladas, que la madre de Wolfe regentó como pensión. Allí se hospedaron todo tipo de personajes, desde prostitutas a tuberculosos, y el pequeño Eugene (alter ego de Wolfe en la novela), el menor de ocho hermanos, un niño tímido, solitario y amante de los libros, se escondía en una habitación del tamaño de un armario cuando sufría sus ataques de timidez.

“Una hora después del parto había observado sus ojos oscuros y visto en ellos algo, lo sabía, que persistiría eternamente en ellos, un pozo insondable de soledad remota e intangible”, piensa la madre de Eugene después de dar a luz. Y añade: “Sabía que, en su oscuro y triste seno, un extraño había cobrado vida, alimentado por las comunicaciones perdidas de eternidad, fantasma de sí mismo, rondador de su propia casa, solitario para él mismo y para el mundo. Perdido”.