Llevamos cuatro décadas aplazando la adopción de medidas ante la evidencia, que muchos no saben ver y otros muchos niegan, del fin de un ciclo de desarrollo económico caracterizado por un fuerte crecimiento mundial muy desigual en un marco normativo de desregulación procedente de la era Reagan-Thatcher, que dio la impresión de que la desregulación facilita el crecimiento; es así si se prescinde de las crisis financieras, de la desigualdad estructural y de los costes materiales.

Pero resulta que los costes son prohibitivos para el planeta y para la humanidad: despilfarro, agotamiento de recursos naturales, crisis climática, aumento de las desigualdades entre clases sociales, entre sociedades, entre países y entre bloques.

Que millones de personas hayan mejorado en su pobreza, pasando de vivir con dos euros al día a vivir con cinco, no cambia su pobreza objetiva. Que en la última década los más ricos hayan acaparado el 50% de la nueva riqueza generada sí que tiene un significado –el moral aparte–, sustrae recursos de la economía global, los atesora sin rendimiento social o los despilfarra en el lujo y el capricho, como Elon Musk quemando más de 10.000 millones de dólares en un cohete espacial pifiado.

El fin del ciclo, y de mucho más, es de alcance mundial, pero se vive localmente. Si el fenómeno es percibido, no lo es igual en Nueva York, en Lagos o en Barcelona y sus consecuencias no son las mismas en uno u otro lugar.

Nueva York todavía surfea la ola de la (falsa) abundancia, Lagos se hunde en el crecimiento galopante de su población y Barcelona tiene la oportunidad de descubrir el fin de la copiosidad a través del racionamiento del agua.

Las tres ciudades ejemplifican tres problemas generalizables: la falsa abundancia, la demografía descontrolada y la falta de agua, el recurso natural que vale simbólicamente por todos los recursos naturales. Combinado todo, resulta un coctel explosivo en un desorden global.

Pero ¿quién se ocupa del desorden global? La situación es muy grave porque no hay ninguna instancia que esté a los mandos, de manera que el planeta con la humanidad que lleva embarcada es una nave a la deriva.

La Organización de las Naciones Unidas sería un buen piloto, pero cuando fue fundada el problema principal que la justificó era asegurar el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales; aunque también se previó la cooperación, su necesidad era inversa a la de ahora. Entonces la cooperación era para crecer, ahora se necesita para la contención del crecimiento y la gestión de una austeridad forzosa en la parte del planeta en la que se encuentran Barcelona, España, Europa, Nueva York y Occidente, más China, que es el primer emisor mundial de gases de efecto invernadero, a la vez que se reequilibra la otra parte en la que se encuentran Lagos, Nigeria, África y el sur global. Una tarea ciclópea, que no se atisba qué instancia podría pilotar.

Las Naciones Unidas son la única posibilidad, pero han sido inutilizadas por las grandes potencias utilizándolas para sus intereses, manteniéndolas bloqueadas en su función de mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales mediante el veto en el Consejo de Seguridad, sea del bloque Rusia-China o del bloque Estados Unidos-Reino Unido-Francia, como se comprueba en su incapacidad para parar la guerra en Ucrania y en Palestina, lo que repercute en su credibilidad y efectividad en los otros campos funcionales.

Recuperar las Naciones Unidas será muy difícil, habría que intentarlo porque no hay otra instancia para frenar la deriva. Tal vez, si todo empeorara aún más y más rápido, al borde del precipicio se reflotaría a la única Organización planetaria en la que están representados los 193 Estados del mundo, tiene amplia experiencia en la gestión de crisis y todavía goza de cierto prestigio.

Para recuperarlas, Estados Unidos, China y Rusia deberían quererlo, que quiere decir necesitarlo, lo cual se presenta como absolutamente improbable, de momento. La deriva continuará y los riesgos de una catástrofe planetaria aumentarán incontenibles.

La Unión Europea podría cumplir una función de instancia intermedia coadyuvante. Para ello las elecciones europeas del mes de junio son trascendentales para mantener la actual mayoría del bloque europeísta formado por democristianos, liberales, verdes y socialdemócratas, mayoría no asegurada por el ascenso de las ultraderechas eurófobas y de los euroescépticos de la derecha y de la izquierda.

En la deriva no hay margen para ninguna suerte de optimismo, el “todo se arreglará” nunca fue tan ilusorio, solo queda empeñarse en evitar la catástrofe.