Merlín, el mago celta de la tradición bretona unida a la Santa Compaña gallega, se pasea por las calles de Vigo hasta la orilla atlántica. Bajo la neblina se percibe a los percebeiros en las islas de Sinbad, saludando al alcalde de Vigo, Abel Caballero. Allí habitan princesas encantadas y barbudas, sirenas doloridas y enlutadas o demonios enmascarados; los personajes artúricos, carolingios o griegos se mezclan con los paisanos de Pontevedra, ahogados en las antiguas Mareas, desconocedores de Sumar y del PSdeG-PSOE.

Son los de siempre, la gente que desfila por Las crónicas de sochantre y que vota al PP de Manuel Fraga, Rajoy, Feijóo y Rueda, una maquinaria transversal vencedora por puro galleguismo rural; han ganado los hablantes en una variable aterciopelada y oída mil veces bajo el maderamen del desván, junto a viejas maletas y otras bambalinas. La lengua materna de los que escriben autos bilingües y cantan quen poidera namorala, entre empanadas de lamprea.

El PP es el partido que repatrió el cuerpo yacente de Castelao, padre del nacionalismo gallego, orgullo de la fertilidad poética de un país imaginado y mestizo; manual y marisquero, banal y venturoso, rico y pobre al mismo tiempo, siempre dispuesto al lado amable del hablar en buen romance. Son los restos revividos de los antiguos tertulianos del Café Español o del Derby, en Santiago de Compostela, a pocas manzanas del Obradoiro. Gentes de bien, practicantes del galleguismo sin ira, compañeros ante la contrariedad, turiferarios de cuaresma y vía crucis, fondeadores del centollo frente al huracán, la cólera de Neptuno.

La España socialista ha perdido su implantación territorial y donde la mantiene, como en Castilla-La Mancha, es vilipendiada por García-Page, el último cónsul jacobino. A pocas semanas de las elecciones vascas, empieza a dilucidarse el socialismo vaciado de Sánchez. Rueda se reinstala en la Xunta, mientras el BNG, el antiguo partido, inspirado por el centralismo democrático de Beiras y Anxo Quintana, adquiere al fin el carácter multicolor de quienes creen en Ana Pontón, la lideresa de pacífico encaje federalista.

Pontón es la fuerza tranquila frente al force de frappe de Puigdemont, que naufraga simbólicamente en Costa da Morte, mirando a Finisterre, y sin moverse de Waterloo. Para facilitar la ley de amnistía, el expresident fugado trató de alcanzar la tierra firme del BNG, el galleguismo urbano en A Coruña, pero no llegó ni a las playas de matiz normanda.

Puigdemont pierde indirectamente sobre el tablero nacional. Y se vuelca de nuevo contra la yugular del Estado constitucional, al trasladar al Parlament la admisión a trámite de una iniciativa legislativa popular que pide declarar la independencia de Cataluña, con los votos de Junts y la CUP. Tiene previsto recoger las 50.000 firmas exigidas por el reglamento de la Cámara para que empiece la tramitación parlamentaria. Es el eterno retorno de Junts a la casilla de salida, en el momento en que se hace visible que el Consell de la República pierde comba cada día.

Supongo que Puigdemont quiso ver, antes de su derrota a larga distancia, la Torre de Hércules, el balcón atlántico. No le conviene negociar con un Pedro Sánchez debilitado en la España interior y convertido en un líder a la defensiva en la última fase de la negociación de la ley de amnistía, prorrogada por la Mesa del Congreso. Antes del último asalto le aconsejo recorrer el Orzán, mientras cae la tarde.

Galicia, escuela de curanderos, le ha mostrado al soberanismo catalán que la afición evanescente de caminar colgados de un paraguas volador es mejor que la guerra y el resentimiento del mal perder. El galleguismo es el ahogo del soberanismo. Una promesa frágil, pero dispuesta para los que beben agua como el que “bebe sueños” y especialmente provechosa para los que abrazan la morriña y la saudade de los que traen “prisa, miedo y limosna cargados en su espalda, hasta las puertas del Paraíso”. La ceguera de Sánchez en la última semana de la campaña gallega alimenta a Pontón y abre la victoria acostumbrada del PP.

Pero el derrotado, aparentemente indemne, de las elecciones gallegas es Puigdemont, una referencia exasperante de la ruptura; él anuncia el dolor amargo de la derrota ante el todo o nada. En cambio, la Galicia de Pontón marca el camino de las periferias; es parte del realismo mágico que hay en las cruces y tabernas de las Rías que huelen el azafrán y la rosa.