Leía esta semana la iniciativa de la Comunidad de Madrid para llevar a profesionales de la salud mental a los colegios, con el fin de atender in situ a alumnos y formar al profesorado. Una medida innovadora e interesante para conducir el aluvión de patologías psíquicas infanto-juveniles, en línea con las mejores prácticas de países que, desde hace ya tiempo, sitúan la salud mental de los más jóvenes como una de las prioridades en la agenda pública.

La iniciativa permite atender a un buen número de centros educativos y resulta posible gracias a la financiación de dos fundaciones privadas; una filantropía que siempre hay que agradecer, especialmente cuando responde a necesidades tan apremiantes. De entrada, suena perfecto pero, pensándolo, no deja de resultar triste y preocupante que para abordar un ámbito tan trascendental como la diezmada salud mental de nuestros menores se tenga que llamar a la puerta de grandes fortunas.

Son muchas las razones de todo orden que inciden en esta eclosión de patologías psíquicas infanto-juveniles; la complejidad y dimensión de lo que se viene encima puede resultar inabordable. Por ello, prevalece la idea de que lo fundamental es la prevención, pues de confirmarse la previsible avalancha, se necesitaría un número más que imposible de terapeutas.

Una prevención que se basa en arraigar al pequeño en su entorno más cercano y en que, a medida que crezca, vaya descubriendo una sociedad decente y cohesionada, lejos de la abundante precariedad que deja a su suerte a muchas personas, desamparadas desde edades muy tempranas. En este mundo decente al que aspiramos no cabe que cuestiones tan esenciales como la salud mental de los más jóvenes dependan de la buena voluntad de una u otra fundación privada. Cuando sucede, no es muestra de una sociedad viva y cohesionada sino que, por el contrario, es reflejo de unas grietas incomprensibles que se pretenden revestir de solidaridad.

En determinadas cuestiones troncales, los poderes públicos no pueden ceder su responsabilidad. De hacerlo, el recurso a la caridad puede solucionar o disimular el problema a corto plazo; pero, en el fondo, no hará más que ahondar en lo insostenible. Se puede entender y agradecer la buena fe de las fundaciones privadas; pero lo incomprensible es el regocijo de las Administraciones que recurren a ellas y lo venden como el mejor ejemplo de una sociedad libre y abierta. En realidad, es muestra de su renuncia o de su incapacidad.