No me cabe ninguna duda de que una de las transformaciones más positivas que ha experimentado la sociedad española en democracia es en materia de igualdad entre sexos. Por supuesto que sigue habiendo tareas pendientes, pero todas las comparativas muestran que hoy España figura entre aquellos países en los que la igualdad no solo legal, sino también efectiva está más cerca de lograrse.
Pese a ese indudable éxito, desde hace unos años el feminismo ha entrado en barrena, y hoy está profundamente dividido, enfrentado, como vemos en las manifestaciones partidas del 8 de marzo o ante la encendida polémica sobre la ley trans en la legislatura pasada. La situación se ha vuelto surrealista hasta el punto de que algunas supuestas abanderadas del feminismo, como la exministra de Igualdad Irene Montero, artífice de la ley del solo sí es sí, ya no saben ni tan siquiera definir qué es una mujer.
En una reciente entrevista, al pedírsele que definiera “ser mujer”, la militante de Podemos afirmó que aquello que la diferencia es que “sufre de más violencia, de más pobreza o más discriminación”, por delante de “ciertas características biológicas o femeninas que mucha gente ni siquiera sabe listar”, concluyó. Ante esa chocante explicación, el periodista Ricardo Moya, del pódcast El sentido de la birra, le evidenció que entonces ella no encajaba dentro de esa definición, pues tenía poder, nivel adquisitivo, presencia pública, etcétera. La exministra, que había dejado según ella misma de ser mujer, se quedó muda.
Es solo un ejemplo del nivel de idiotez al que hemos llegado en este asunto como consecuencia de la hegemonía de la teoría queer y la izquierda woke, que pretende abolir la categoría sexo, despreciando la biología, para que lo esencial sea el género, lo sociocultural, y la propia identidad definida por el deseo. Este giro, influenciado por la filosofía posmoderna, está en el origen del descarrilamiento del movimiento feminista, y de su canibalización por la agenda LGTBI y los grupos de interés que aglutina. El último episodio ha sido el Benidorm Fest con el triunfo de la canción Zorra del grupo Nebulossa, que hace bandera de un insulto como fórmula para resignificar ese calificativo machista y despreciativo de la libertad personal y sexual de las mujeres.
Seguro que sobre este tema musical se pueden hacer muchas lecturas, y en ningún caso conviene dramatizar su elección, claramente ganadora, pero de ahí a presentarla como feminista y empoderadora de la mujer hay una distancia sideral. La reacción de muchas mujeres ha sido de espanto y algunos grupos feministas han exigido su retirada de Eurovisión. Como canción/manifiesto pretendidamente transgresor va con cuarenta años de retraso (lo del grupo punk Vulpes con la letra “me gusta ser una zorra” a finales de los ochenta sí fue realmente rupturista y contracultural).
Hoy zorra, como insulto resignificado, si acaso es del agrado principalmente del colectivo gay. Solo tuvimos que ver la reacción del público, mayoritariamente masculino, que asistía en directo a la gala. No es una crítica, solo una constatación, sin que haya nada que objetar por ello. La completa libertad sexual, la aceptación de todas las preferencias, es otro de los éxitos de nuestra democracia. Pero que no nos pretendan colar que eso es feminismo “divertido”, como afirmó Pedro Sánchez en La Sexta, y que con su afán cada día más polarizador soltó que la “fachosfera” (nuevo neologismo de combate político y mediático) hubiera preferido el Cara al Sol.