Esta semana, mientras el poder económico se reunía en Davos, la vicepresidenta Yolanda Díaz proponía intervenir lo que considera sueldos desproporcionados de los altos directivos. De sus explicaciones se deduce que la intervención sugerida sería a través de una mayor imposición de las rentas más elevadas. Para justificar su propuesta, señala las diferencias salariales entre los presidentes y consejeros de empresas del Ibex y los trabajadores de sus respectivas compañías. Es ésta una medida rechazada frontalmente por las élites económicas, quienes tienden a considerarla como una nueva ocurrencia populista de la líder izquierdista.

Aparte de que los tipos marginales son ya muy elevados, para abordar la desigualdad habría que ir mucho más allá de ese ajuste fiscal, pues no afectaría a ese dinero que se mueve alegremente de una a otra parte del mundo. Es decir, los salarios sujetos a la estricta legislación española pagarían aún más, pero la medida no afectaría a las mayores rentas, especialmente aquellas que se benefician de la elusión fiscal internacional. Nada es posible sin la actuación concertada a través de los organismos multilaterales que, desafortunadamente, no gozan de muy buena salud.

Aunque no resulte factible, la propuesta de la vicepresidenta no debería ser ridiculizada y aparcada. Lo trascendental de la misma es que expresa un rechazo muy arraigado en el mundo occidental ante los excesos del capitalismo imperante. Y este sentimiento generalizado subyace tras ese profundo malestar social que alimenta el deterioro de la política tradicional.

La dinámica actual no resulta sostenible a medio plazo y, aún menos, si se anuncia que la aplicación de la inteligencia artificial contribuirá a diezmar el ya deteriorado mundo del trabajo. Para explicar en qué encrucijada nos encontramos, nada mejor que un texto de Nietzsche que leía en el libro de Rob Riemen El arte de ser humanos. Decía el filósofo alemán:

"Los manantiales de la religión cesan de fluir y dejan tras de sí pantanos o estanques; las naciones se dividen de nuevo con inusitada hostilidad ansiando devorarse. Las ciencias, cultivadas sin atisbo alguno de medida, en el ciego laissez faire, despedazan todo lo que se consideraba firme y consistente; las clases y los Estados cultivados son engullidos por una economía gigantesca y desdeñosa. Nunca fue el mundo más mundo, nunca fue tan pobre en amor y bondad. Las clases cultas han dejado de ser faros o asilos en medio de toda esa tormenta de mundanería; ellas mismas se muestran también más carentes de ideas y de amor. Todo sirve a la barbarie futura".

Lo más impactante del extraordinario texto es que fue escrito a finales del siglo XIX y es perfectamente aplicable al momento que vivimos. Y lo más preocupante es que, tal como bien indica al final del texto, ese mundo que señalaba Nietzsche acabó en barbarie.

Hoy, imposible de gobernar el dinero global, si se quiere recomponer la cohesión social y recuperar lo mejor de la política tradicional, es el propio dinero el que, consciente de sus excesos, debería autolimitarse. No se trata de apelar a la solidaridad, sino al interés común para preservar un modelo que, bien conducido, enriquece a unos y proporciona una vida digna a todos. Si ese dinero no entiende el momento, no hay nada que hacer. Y Nietzsche volverá a acertar.