La barretina es, desde mediados del siglo XX y hasta ahora, un símbolo exclusivo del catalanismo. Un siglo antes lo era de la catalanidad española. Francesc Sans Cabot recreó en su famoso cuadro La guerra de África (1865) al general Prim seguido de voluntarios catalanes, ataviados con sus barretinas y bajo la bandera de España, en la cruenta batalla de Tetuán de 1860. No era un antojo españolista, los voluntarios supervivientes con sus correspondientes y llamativas barretinas habían sido recibidos en Barcelona en olor de multitud.

No hay consenso sobre el origen catalán de este popular gorro: está representando en una carta mallorquina de navegación del siglo XIV y hay referencias documentales sobre su uso en Cataluña desde mediados del XVI. Lo cierto es que esta prenda era muy común en las calles, plazas, puertos, mercados y campos de la Europa del siglo XVIII entre marineros, pastores y campesinos.

Este gorro cónico y doblado, con una bolsa más o menos alargada y con vueltas y un ribete, se convirtió en un símbolo del tercer estado durante la Revolución Francesa. Los no privilegiados comenzaron a exhibirlo con orgullo patriótico y cierta conciencia social, frente a los sombreros de burgueses y nobles.

Como suele ocurrir con cualquier “revolución”, los intelectuales de aquel momento rastrearon el pasado en busca de la legitimidad historicista de este gorro tan simbólico, patriótico y popular. La encontraron en los esclavos en Roma que se cubrían con esta prenda, y un poco antes en la Grecia clásica entre los marineros frigios que la difundieron por todo el Mediterráneo. Así, desde 1792, el nuevo emblema oficial revolucionario recibió el nombre de “gorro frigio”, y lo hicieron suyo los sectores más radicales que tanto influyeron en la deriva de los jacobinos.

La caída en desgracia del jacobinismo se llevó por delante el simbolismo insurreccional y popular del gorro. Las revoluciones de 1830 y 1848 adoptaron otros emblemas y mitos. Aunque Delacroix pintó 1830 la Libertad guiando el pueblo ataviada con el gorro, no hubo reivindicación alguna, fue tan sólo un recurso pictórico y una licencia histórica, en una escena donde destaca sobremanera el sombrero de copa del burgués armado, la tricolor francesa y las nuevas y populares gorras de visera.

Aunque el gorro frigio fue desplazado del espacio político revolucionario, su uso continuó en el sur de Francia, pero con el nombre de bonnet catalán y en Cataluña como barretina, aunque sin carga política. En 1880 Mosén Cinto Verdaguer dedicó unos versos al último barretinaire de Prats de Molló y demás tierras catalanas en Francia: “Adéu Prats, adéu Cerdanya / ab mes roses de montaña / jo me’n vaig a morí a Espanya”.

Ha pasado siglo y medio de ese nostálgico poema y la barretina -en su versión menos folclórica y más insurreccional- vuelve a ser reivindicada como un símbolo de izquierdas. Primero ha sido el think tank El Jacobino con la icónica cara de un sans-culotte ataviado con el gorro frigio. Ahora es el nuevo partido Izquierda Española que, con un diseño más dulcificado, reivindica el emblemático símbolo que, en conjunto recuerda más a la Marianne republicana que a la “bandiniana” Libertad de Delacroix.

Lo simbólico, como sugirió Panofsky, puede preceder e inventar la realidad, sin olvidar que el después puede preceder e inventar su origen. Se avecinan tiempos de lucha y debate no sólo por los espacios políticos de izquierda, también por el relato cultural y sus formas visuales. Abandonar la rosa y el puño y optar por la barretina jacobina como icono de la izquierda no sólo es sobrepasar al reconvertido (inter)nacionalismo y al folklorismo identitario, es incorporar un referente histórico de los no privilegiados. Aquéllos que poco a poco conquistaron los mismos derechos que los de los más poderosos, hasta ser ciudadanos libres e iguales.