Después de comprobar su contrición, el catalanismo central se pregunta todavía ¿por qué el expresident Artur Mas propició en 2015 que su partido registrara una resolución para desobedecer al Tribunal Constitucional? No seamos desmemoriados: Mas trató de dar un salto que podía permitirle sortear las corruptelas de su partido, a la sombra del volantazo definitivo desde el nacionalismo hacia el soberanismo.
Poco después, el día que Anna Gabriel vetó a Mas y los votos de la CUP lo sacaron del cargo, parecía que la política catalana podía hacer el pino puente sin despeinarse. Mas salió y Carles Puigdemont se coronó. Vistos los relatos en perspectiva, en pocas décadas, habíamos ido de mal a peor y de fatal a ridículo, eso que tanto escuece a nuestros patricios, protegidos y silentes en saloncitos de té, con ventanales arrojados. Y comentando: “Dejadlos hacer, ya se arrepentirán o nos regalarán la independencia”.
La Generalitat ha pasado por las manos de Pujol, Maragall, Montilla y Mas, hasta llegar a Puigdemont; una trayectoria azarosa que significa un tránsito similar al que va dese el rey Arturo al joven Perceval, entre faldas y encajes, en la corte de Camelot. Gracias a la geometría variable del Congreso, Puigdemont se empeña en escribir nuestra tragicomedia, cargada de repliegues, firmeza y egomanía. Y así nos va. Después del sonoro desastre, una parte sustancial de Junts reconstruye su memoria; están dispuestos a volver al catalanismo edificante de los tiempos del plomo. Si es necesario se remontarán hasta la cena de Pujol en Esade (fer país, fer política) y al despegue de la gobernabilidad en Madrid, jalonada de promesas incumplidas.
Si los convergentes recuperan la cordura, tendrán que hacerlo desde la plenitud. El año 2017 todavía pesa demasiado; los indepes pueden ser perdonados por la amnistía de Sánchez, pero se equivocan refutando con indiferencia a Felipe VI, cuyo discurso de Navidad no ha sido nada parecido al Manifiesto Fernandino. No ha tenido nada que ver con aquel archiconocido y bochornoso “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias…”, pronunciado cínicamente por Fernando VII poco antes de liquidar la Carta Magna liberal de Cádiz.
Aquel riesgo de la Restauración no se repite hoy. No existe el trágala, que cantaba el pueblo llano denunciando la reposición del absolutismo antiliberal; nadie espera la llegada del mercenario ejército de los Cien mil hijos de San Luis, con el duque de Angulema al frente; la década ominosa del deseado está a buen recaudo en los archivos de la Historia.
El acta fundacional de la democracia actual, aprobada en 1978, se puede modificar porque todo se mueve, pero la imparcialidad del monarca le obliga a defender el compromiso ante el que ofrendan PSOE y PP, partidos de Estado, a pesar de sus enormes diferencias. A los nacionalistas no les ha gustado el mensaje real; lo afirman con displicencia Turull y Aragonès, pero el Rey no puede moverse del redactado más longevo de la historia en un país de asonadas, golpes, pucherazos y demás.
El pasado día 24 por la noche, el Borbón hizo una disección simplemente onomástica del asunto; habló ante la pantalla con la naturalidad de un alcalde ante la plaza de armas de una grandilocuente capital de provincia. Dejó las cosas claras: “No nos lo podemos permitir”. Y es que, tal como está el mundo, el proyecto de la España plural, a la que Felipe VI está abonado sin entusiasmo, debe ser defendido por todos, si no queremos acabar como los serbios rodeando y asaltando el Parlamento de Belgrado para desalojar al populista Aleksandar Vucic, que no se irá después de su biscotto electoral. Corren malos tiempos. “No nos lo podemos permitir” quiere decir que no se acepta un cambio constitucional para facilitar la escisión catalana siendo España un país referencial de la UE.
Aparte de proferir dicterios, la oposición abunda las leyendas populares que no han sido pulidas por maestros de la letra y defiende cumbres estéticas de aficionados que se limitan a calcar los cuadros de otros. Por su parte, los dirigentes de Junts, dispuestos a regresar al catalanismo central, saben que el pasado no volverá para convertirse en futuro. Se arrepienten demasiado tarde de aquella resolución que inscribieron en las actas del Parlament para refutar al alto tribunal, el órgano de garantías al fin y al cabo por más que nos cubra de vergüenza la no renovación de sus miembros, bloqueada por las evasivas de Núñez Feijóo. La enumeración metódica de los hechos nos dice que nada se repite. Lo nuevo solo nace si es nuevo; el pasado es la paz de los cementerios; el hombre inspirado carece de obra.