Una de las primeras revelaciones para el que se introduce en las cosas del Derecho es comprobar la existencia de “personas” sin cara ni ojos, sin ver espectros, ni necesidad de practicar esoterismo alguno. Pese a la cotidianidad actual, no cabe restar al asunto complejidad; de hecho, el problema de la “personalidad jurídica”, en palabras del celebérrimo Theodor Mommsen, es el “más oscuro y difícil” en la historia del Derecho romano.
Actualmente, las personas jurídicas tienen CIF (incluso cuando no llegan a serlo conceptualmente, piénsese en las comunidades de bienes), e incluso pueden contratar, cometer delitos y hasta sostener ciertos “derechos fundamentales” (así lo reconoce nuestro Tribunal Constitucional por más que nuestra Constitución no lo recoja así expresamente, a diferencia de la Ley Fundamental de Bonn –la “constitución alemana”– en su artículo 19.3).
En cierto modo, las personas jurídicas capitalistas mercantiles que surgirían con el colonialismo de ultramar no aparecieron en la antigua Roma, entre otros motivos, porque no fueron necesarias. Si bien hubo un primer precedente en las societas publicanorum (es decir, en los publicianos, citados por los Evangelios, que se encargaban de recaudar impuestos “a comisión/concesión” en nombre del emperador), la estructura de concentración plenamente desigual (en unas pocas familias senatoriales en esencia) de una economía esclavista era muy distinta de la de los burgos neerlandeses de la época colonial.
Aun así, antes que el capital vino la “persona” en sí, y el primer precedente claro de “personalidad jurídica” fue canónico, con la célebre disposición del papa Inocencio IV (Sinibaldo dei Fieschi) que versaba collegium in causa universitatis fingatur una persona, con afán de prohibir la excomunión u otras sanciones eclesiásticas a una ciudad o colectividad.
Las primeras sociedades comerciales “propias” aún fueron personalistas (es decir, sin limitación capitalista de responsabilidad) y surgieron como una forma evolucionada de las comunidades hereditarias de comerciantes, allá por la Baja Edad Media y principios del colonialismo; véase el ejemplo de las grandes familias de banqueros: los Fugger (o Fúcar), los Peruzzi florentinos o la familia española de comerciantes de los Ruiz. En definitiva, aunque hubiere precedentes en las maone orientales italianas y en los bancos italianos de San Giorgio (Génova) y San Ambrosio (Milán), las primeras sociedades mercantiles capitalistas (anónimas) surgieron en Holanda (allá por 1602) con la celebérrima Compañía Holandesa de las Indias Orientales (sí, como la de Piratas del Caribe…).
Fuere por el protestantismo, la tradición especuladora (común en ingleses y neerlandeses) o por el activismo mercantil de la región, las primeras sociedades mercantiles capitalistas al uso (con limitación de responsabilidad) surgieron ante la necesidad de recaudar fondos para la epopeya comercial de las Indias. La abstracción de cero a cien, de Roma a la época colonial, llegó a tales extremos que es común hablar, por ejemplo, de las sociedades anónimas como un “capital con personalidad jurídica”.
De todos modos, la picardía inherente al ingenio humano hizo que la personalidad jurídica pasara de ser un instrumento para “aglutinar capital” a un medio para la evasión de responsabilidad. La jurisprudencia de EEUU conceptuó una herramienta para combatirlo, de amplia difusión en derecho europeo continental, que se conoce como “levantamiento del velo de la personalidad jurídica” (“lifting of the corporation veil”), es decir, pasar del “interés público” subyacente (en el que se basaron las primeras sociedades capitalistas) para penetrar en quién está detrás de las inversiones y quién está buscando una limitación (quizá incluso fraudulenta) en cuanto a su responsabilidad (véase aquí, en no poca medida, la exigencia en el tráfico del instrumento notarial del “acta de titularidad real”). Poca duda cabe de que recurrir a una ficción para atacar a otra puede llegar a ser criticado, bastando con recurrir al verbo de la “imputación”, practicándose una “ampliación” de la misma.
El surgimiento de sociedades, limitadas, con capital ínfimo (y su promoción por normas como la ley de “Crea y Crece” y el uso de las “Circe”) se configura como un mecanismo rápido, y económico, de iniciar una actividad empresarial, y en todo caso, cristaliza la idea de que en vez de búsqueda de capital y sustento la personalidad jurídica se ha convertido en una suerte de “carnet para la emprendeduría”, cayendo de lleno en la concepción anglosajona de la idea, y la tesis de la ficción, o como escribiera el gran Galgano: la persona jurídica como un centro autónomo de imputación de relaciones jurídicas perteneciente a la esfera conceptual, existiendo en la realidad, tales como usted o yo, únicamente seres humanos.
El “fenómeno societario” conoce incluso, no solo de sociedades, sino también, de comunidades (las dinámicas en particular), no siendo jamás, en cuanto a la personalidad, la inscripción constitutiva (lo que se inscribe precede a lo inscrito). En cualquier caso, la “personalidad jurídica” lo impregna todo en el mundo económico actual, y del galeón holandés hemos pasado al más pequeño negocio con personalidad (incluso con capital igual a un euro).