Un viaje reciente a Múnich me ha hecho recordar la película Sophie Scholl. Los últimos días (2005), que narra la historia de una estudiante de la universidad de esa ciudad que se atrevió a plantar cara a Adolf Hitler y perdió la vida por ello.
Criada en una familia luterana, Sophie Scholl impulsó la creación de La rosa blanca, un movimiento de estudiantes que promovía la resistencia pasiva como única vía efectiva para combatir a los nazis. La actividad principal del grupo consistía en imprimir y distribuir panfletos en los que animaban a los ciudadanos a resistir al régimen de Hitler, denunciaban asesinatos de judíos y exigían el fin de la guerra.
El 18 de febrero de 1943, mientras repartían panfletos por la universidad, Sophie, que entonces tenía 21 años, y su hermano Hans fueron detenidos por la Gestapo. Tras un duro interrogatorio, fueron sentenciados a muerte y guillotinados, acusados de “alta traición”. “Un día tan hermoso y soleado, y yo tengo que irme… ¡Qué importa mi muerte si, a través de nuestros actos, miles de personas se despiertan y se mueven a la acción!”, dijo Scholl antes de ser asesinada y convertirse más adelante en un referente de la defensa de la libertad.
Obviamente, me pasé la mitad de la película llorando. Las historias de pacifistas valientes me emocionan. ¿Por qué sabemos tan poco de gente como Sophie Scholl, o Toyohiko Kagawa, un líder cristiano japonés detenido en 1940 por haber pedido perdón públicamente a China por la ocupación japonesa?
Según cuenta Philippe Sands en Calle Este-Oeste, Kagawa coincidió un año después con el abogado judío-polaco Raphael Lemkin, creador del término legal “genocidio”, a bordo del Heian Maru, un buque que llevaría a los dos pacifistas de Japón a Estados Unidos. Lemkin, para escapar del nazismo, había aceptado un puesto de profesor en la Universidad de Carolina del Norte. Kagawa, que también luchó por el derecho a voto de las mujeres, pretendía llegar a Washington para argumentar en contra de la guerra entre su país y China. “Los dos hombres estaban preocupados por el estado del mundo”, escribe Sands.
Recordar a Sophie Scholl me ha hecho pensar también en Rosika Schwimmer, una feminista y pacifista judía húngara que emigró a los Estados Unidos cuando estalló la primera guerra mundial. Schwimmer, retratada en La vida anterior de los delfines, de Kirmen Uribe, defendía que la violencia y la respuesta militar no eran opciones válidas para lograr la paz o defender la patria, porque acarrean la muerte de gente inocente.
A Rosika Schwimmer se le denegó la ciudadanía estadounidense porque en un formulario en el que se le preguntaba si estaría dispuesta a tomar las armas en defensa del país respondió que ella “personalmente no empuñaría ninguna arma”. Pero mi frase favorita de Schwimmer es esta: “No tengo ningún sentido del nacionalismo, solo una conciencia cósmica de pertenecer a la familia humana”. Suscribo.