"Me gustaría haber mantenido a mis amigos de la universidad, de la infancia, pero pocos lo logran en la sociedad actual". Esa frase, de una catedrática americana que conocí en mis tiempos de Perth (Western Australia), la apunté en una agenda que ha ido conmigo por diversos continentes, países y empleos.
Pensaba mucho antes --hace unos 35 años-- que los españoles éramos distintos. Nosotros teníamos amigos para siempre. He cambiado de opinión. Ahora, personas a las que conociste por trabajo, cargo o cercanía política, ya no te consideran de los suyos; se mantienen alejados hasta del funeral de tu señora madre. Quedan los amigos viejos.
Sabía que la distancia enfría los corazones, pero nunca --en aquella Transición nuestra-- pensé que perdería amistades por expresar opiniones contrarias a sus intereses, a la amnistía, a la independencia o a los accionistas de sus medios de comunicación. ¿Qué nos está pasando? Pues que el procés ha cruzado el Ebro y se ha plantado en el Congreso y el Senado. Hoy, queridos amigos, los pactos de Gobierno con la nueva izquierda y el independentismo, han impuesto la necesidad de mostrar el carné de militancia ideológica hasta para entrar en una fiesta de fin de año. O eres progre o eres facha.
Vivimos, según decía el sociólogo Zygmunt Bauman, en una modernidad "líquida", donde todo es inestable, "el amor, el trabajo, la política y la amistad". El filósofo y ensayista judío escribe que la volatilidad de la sociedad de nuestros días obliga a cambiar constantemente de amigos, de empleos, de domicilios, de entorno. Tenemos, resulta, muchos seguidores en redes sociales, pero no establecemos vínculos reales.
En esa realidad cambiante, solo una verdadera minoría mantiene más de dos queridos conocidos de la infancia o juventud cuando llega a la vejez. Por más que algunos aseguren que el Gobierno de Pedro Sánchez está "pacificando" Cataluña, seguimos todos hablando en voz baja incluso en las cenas prenavideñas que ya empiezan a llenar agendas. El proceso --con su amnistía y su autodeterminación-- se entromete en nuestras vidas y las llena de conversaciones susurradas. La sociedad actual española, tan partidizada, no solo ideológicamente, sino por intereses creados, exige fidelidades absolutas.
La semana pasada, sin embargo, asistí a dos celebraciones, una profesional en Madrid y otra social en Barcelona, donde pude hablar sin miedo a ser políticamente incorrecta. En la primera, coincidí con grandes periodistas que trabajaron conmigo en El País, también con políticos socialistas que se han apartado (o sido apartados) del partido.
Charlé con Nicolás Redondo hijo. Le conté que, en otra vida, entrevisté a su padre para Mundo Diario, mi primer periódico ("aquel nido de comunistas", según mi padre). Escuché a Alfonso Guerra hablar de sí mismo, que es lo que siempre ha hecho, y charlé con Juan Luis Cebrián, mi antiguo director y fundador de El País. No hablamos de nada importante, pero estábamos todos encantados de vernos.
La siguiente reunión, la del sábado por la noche, fue la de los amigos de Castefa. Ahí, en el bar Django del puerto de Castelldefels, frente a la playa en la que aprendimos a nadar, compartimos cena y copas hasta la madrugada con amigos de cuando teníamos 5 y 6 años.
Con Eduardo, Víctor y Juan Pedro recordamos las carreras de sacos y las fiestas en las que jugábamos a romper la olla. Con Luis, Cuca, Belín, Fernando, Joju, Miguel Ángel, María José, Jorge y tantos otros pasamos muchas noches en el Tropical o bailando el Je t’aime, moi non plus, de Jane Birkin y Serge Gainsbourg, en un viejo garaje conocido como El Kikus. No hubo una sola discusión, ni en catalán ni en castellano, lenguas que se oyeron por el local, durante esa feliz noche. El tema principal, en realidad, fueron los nietos. ¡Ay, los nietos! Salvan cualquier amistad.
Gabriel García Márquez explicaba muy bien el cariño que nos une a los viejos amiguetes, con los que nunca tuvimos en común una relación profesional ni objetivo político ni interés profesional: "Mis amigos anteriores a Cien años de soledad siguen siendo para mí un grupo aparte, una especie de logia secreta, fortalecida por un elemento unificador casi indestructible, que son las nostalgias comunes".
Con "mi grupo", en el que todos sabemos de qué pie cojeamos, me siento cómoda. Seguiremos, sin duda, reuniéndonos para hablar de lo mismo --de las películas del Cine Playa, de las patatas del Charlie, de las partidas de frontón, de amores y desamores-- hasta el final de nuestros días. Y llegarán otros tiempos en los que Puigdemont, Sánchez o Feijóo serán hombres del pasado, que nada o poco significarán; pero los amigos viejos perdurarán.