Esta semana se ha alertado de las previsibles y cercanas restricciones en el consumo de agua en la ciudad de Barcelona, dada la sequía persistente y que el agua embalsada procedente de las cuencas internas de Cataluña, se sitúa ya por debajo del 20% de su capacidad. Una situación más preocupante que la vivida este pasado verano pues, entonces, albergábamos la esperanza de que otoño nos trajera lluvias, y no ha sido así.

A lo largo de este período de sequía he ido recordando cómo, desde hace más de una década, en Cataluña no se habla de la escasez de agua, a diferencia de lo que sucedía anteriormente en que, aún lejos de padecer carencias tan agudas como las de ahora, lo hídrico era una cuestión prioritaria en la agenda del gobierno de la Generalitat.

Desde el trasvase del Ródano a las desalinizadoras, diversas alternativas, más o menos viables, fueron objeto de intenso debate público. Desde entonces, nada de nada, como si no hubiera dejado de llover, lo que constituye una insensatez notable, pues la escasez de agua es remediable, siempre que se planifique a medio y largo plazo.

El procés lo trastocó todo, pasando de preocuparnos por el gobierno de las cosas, esa amalgama de cuestiones poco emocionantes, pero que inciden directamente en el bienestar de los ciudadanos, a entregarnos a la utopía de la independencia. Los resultados en forma de desorientación y deterioro generalizado del país son más que evidentes, lo que no debe sorprendernos pues es a lo que conduce toda utopía.

Ahora que con la amnistía se anuncia el inicio de una etapa de distensión y reencuentro, deberíamos priorizar la buena atención a las cosas y entre ellas, de manera muy destacada, el agua, el bien más esencial para la industria, el turismo y la propia vida. Así que bienvenidos sean los amnistiados, que regresen y circulen libremente pero que, por favor, se retiren tranquilamente a sus casas. Lo que tenían que hacer ya lo hicieron. Que vengan otros a reparar el entuerto.