¿Qué seremos, qué haremos cuando seamos mayores? Estas reflexiones siempre se han vinculado al futuro, al legado que dejaremos a las generaciones posteriores.
Soñar con un futuro mejor o, como en la actualidad, evitar ir a peor, ha sido un compañero de viaje de la condición humana en todas las etapas de la humanidad. Hoy no estamos ni peor ni mejor que en otros momentos de la historia. Tenemos más información, más datos, tal vez más “cisnes negros”, que nos envuelven constantemente como una bruma espesa.
Ante la congoja del hoy, elevamos nuestras miradas hacia el futuro y miramos con suspiros de esperanza nuestro devenir. ¿Qué queremos que sea Cataluña en el 2050? El motto del himno es “rica i plena” (rica y satisfecha).
Pero permítanme en esta visión subrayar un dato interesante. La visión 2050 acostumbra a estar fijada desde Barcelona o contra Barcelona. Los falsos centralismos trasladados a nuestro territorio. Las carreteras, los aeropuertos, los trenes… siempre giran en el eje Barcelona, olvidando el equilibrio global de Cataluña. Desgraciadamente, Cataluña también tiene sus territorios vaciados.
En las proyecciones de los deberes de futuro surgen datos que no debemos menospreciar: la demografía, la inmigración y su necesidad y sus orígenes, los perfiles laborales que tenemos y queremos, entre otros.
En los retos de adaptación a los cambios climáticos hemos constatado también una realidad compleja, la fragilidad de los recursos hídricos. En junio del año pasado publiqué un artículo que se titulaba ¡El agua que no se ve y te da vida! Hace años se planteó el trasvase de agua del Ródano, sacrilegio para unos, negocio para otros. En la actualidad, vistos los panoramas allende las fronteras, surgen dudas de si nos abrirían el paso.
El otro trasvase, el del Ebro, es un tema tabú. De la crisis del 2008 surgieron las desaladoras, afortunadamente para la metrópoli de Barcelona, a pesar de sus costes energéticos, y que pronto empezaremos a conocer. Las nuevas palabras son desaladoras, regeneración, reutilización y ahorro. Para el vocabulario de nuestro querido ciudadano común: bicicleta, patinete, bus, metro; por favor, coches abstenerse de opinar.
Sin embargo, con tanto nuevo lenguaje siempre nos olvidamos del factor agrícola, que es, en el conjunto de Cataluña, el principal sector usuario de agua. En función del análisis de las cuencas hidrográficas que tiene Cataluña, la del Ebro o la interna, el peso del consumo del agua por sectores, según los datos que se recopilan en el Estudi de volums d’aigua subministrats i captats a Catalunya 2022 de la Agència Catalana de l’Aigua, corresponde un 19% al uso doméstico, un 9% al industrial, y el agrícola alcanza aproximadamente un 72%, con una mayor incidencia en la cuenca del Ebro. Cierto es que desde principios de este siglo se lleva haciendo un trabajo en pro de la modernización de los regadíos, en la optimización de su uso.
Si me permiten el símil, al esfuerzo y debate sobre la ampliación de nuestro aeropuerto insignia le correspondería la modernización de los regadíos de las Terres del Ebre, Baix Empordà y los de Lleida, con especial mención al canal de Urgell, obra hidráulica con más de 150 años de historia, que se inauguró en 1862, y fue construido a iniciativa de Ildefons Cerdá, nuestro amigo del paqueteado Eixample de Barcelona. Al igual que no se puede entender la Barcelona actual sin su pulmón central, no se puede entender la Lleida actual sin el canal de Urgell, ni el delta del Ebro sin su arroz y sus canales.
Cualquier proceso de modernización necesario e imprescindible requiere constatar que esas infraestructuras pioneras están en muchos casos obsoletas. Se requiere una visión diferente de cómo se distribuye el agua, cuáles son las prácticas de gestión, los cultivos posibles y necesarios, la incorporación de tecnología para ayudar y optimizar procesos. En este proceso se requiere tiempo cronológico y tiempo también para el cambio cultural.
Permítanme continuar con los símiles: la población autóctona del Eixample tiene más de 60 años; lo mismo sucede con el perfil y edad de los propietarios de las parcelas. ¿Quién financia las obras, los cambios tecnológicos? En la ciudad hablamos de la fibra óptica, de movilidad sostenible, y en el campo también de fibra que no llega y del riego de precisión. La mayoría de los moradores, sean del mundo rural o urbano, no ven en su perspectiva vital sentido a invertir en unos costes que a menudo no comprenden o no les interesan, o no verán realizados en un futuro próximo.
En la ciudad, los fondos de inversión son los futuros tenedores de esos pisos que se van vaciando por el devenir biológico. En el campo sucede el mismo y silencioso proceso, con los fondos de la industria agroalimentaria.
Esto nos lleva a varios riesgos, al vaciado de los pequeños pueblos rurales y su concentración en las capitales de comarca y en la metrópoli, por el efecto precio oferta/demanda de la vivienda a su traslado y conversión en commuters de ciudad.
En la ciudad se pierden las tiendas históricas de barrio; en los pueblos, las tradicionales cooperativas. ¿Qué se pierde? La historia, una forma de hacer y ser, el llamado comercio de proximidad, que pronto será substituido por las camionetas de reparto de alguna plataforma tecnológica. Me niego a pensar que es inevitable. La modernización no debe significar renunciar a nuestro pasado. El David y Goliat de la historia siempre aparecen.