El pasado verano, paseaba con mi hija por Barcelona y en la Plaça de Sant Jaume -no sé si en la Generalitat o en el Ayuntamiento, después de toda una vida en mi ciudad sigo sin saber cuál es cuál- vimos colgada una gran pancarta. “No a la guerra”, rezaba su texto, supongo que refiriéndose a la de Ucrania. Mi hija tiene sólo ocho años, pero su comentario me impactó.

-Vaya tontería de pancarta, papá. Ya se sabe que todo el mundo está contra la guerra, no sé qué sentido tiene anunciarlo.

A menudo, la mirada de los niños es mucho más perspicaz que la de los adultos, ya que no está contaminada por costumbres idiotas que, a fuerza de verlas repetidas, nos ocultan su idiotez. Los adultos estamos tan habituados a ver pancartas contra la guerra -o contra las agresiones sexuales, por poner otro ejemplo de algo que no hace falta anunciar- que forman parte de nuestro entorno y ni siquiera nos percatamos de su ridiculez. Jamás en la vida ninguna pancarta contra la guerra ha pacificado un conflicto bélico, y nunca en la vida se ha sabido de alguien que fuera favorable a las guerras y, al leer la pancarta, se haya convertido al pacifismo. Los niños sí que saben.

Pienso en la lección que me dio mi hija cada vez que, a raíz del conflicto en Gaza, se hace pública una resolución de la ONU, o unas declaraciones de su secretario general, advirtiendo de que está feo eso que hace Israel de matar civiles y provocar éxodos en Gaza. La ONU ha terminado siendo una gran pancarta que proclama que no se debe matar gente inocente, una pancarta que le cuesta al mundo muchos dineros, pero una simple pancarta. Las resoluciones de su asamblea general, ni siquiera las de su consejo de seguridad, sirven para nada más que para que las repita a desgana algún presentador del Telediario, justo antes de dar los resultados de la jornada de fútbol. Recuerdo cuando yo era niño, que se nos contaba que la ONU había nacido como un Parlamento mundial que evitaría que hubiera más guerras, tenía su Ejército y todo, los famosos cascos azules. Unos objetivos sin duda muy loables, pero que se han quedado en simple palabrería.

¿Vale la pena mantener este gigantesco monstruo que es la ONU? Ya sé que hay gente que se gana en ella muy bien la vida, y eso es digno de ser tenido en cuenta, pero yo me refiero a si vale la pena mantener una estructura desmesurada sólo para que de vez en cuando nos recuerde que no hay que lanzar bombas, porque igual muere gente. La ONU tendría una razón de ser si realmente tuviera fuerza para hacerse respetar, pero mantener allí a todos aquellos embajadores y funcionarios reuniéndose sin que de sus reuniones salga nada ni levemente útil, es un gasto superfluo. Amén de ridículo.

No entiendo a qué se debe que la ONU tenga prestigio, cuando es la historia de una entidad inoperante y fracasada. El caso es que lo tiene, y que hablar de su disolución y de la demolición de todos sus edificios sin excepción, a algunos les suena a pecado mortal. Si por aquello de las tradiciones y de habernos acostumbrado a ella, lo de eliminar la ONU de un plumazo se nos hace cuesta arriba, podríamos por lo menos sustituir todo su entramado por un solo funcionario que, cada vez que nace un nuevo conflicto bélico en cualquier lugar del mundo, saliera por televisión a declarar que todas las partes deben ponerse de acuerdo para cesar las hostilidades y que intenten no matar a muchos civiles. Declaraciones que podrían hacerse extensivas al rechazo a la trata de blancas, a la explotación infantil y a alertarnos sobre el cambio climático, que son otras de las cuestiones con las que suele darnos la brasa la dichosa ONU, aunque, por supuesto, sin mover un dedo.