La propaganda siempre ha servido para manipular a la población. La historia nos regala episodios con grandes maestros de la propaganda, y ahora no vamos mal servidos en España. La búsqueda de votos para renovar la presidencia del Gobierno se está adornando de palabras tan altisonantes como reconciliación, momento histórico o que se viola la igualdad ante la ley “en el nombre de España y por el interés de España” para defender lo que no hace ni 100 días se satanizaba.

La realidad es mucho más prosaica, unos prometen algo a cambio de los votos de los otros, dejando los principios aparcados en la cuneta. No hace falta recurrir a la hemeroteca, el cambio de posición ha sido brutal y tremendamente reciente. Lo dicho en julio no vale en octubre. La causa, el intento desesperado por sumar una minoría que resultará inmanejable en lugar de aprovechar la oportunidad para buscar grandes consensos entre los dos partidos mayoritarios.

Nadie contempla la mejor opción, un pacto entre PP y PSOE, con un candidato independiente si se quiere, para resolver cuantos más problemas estructurales, mejor. Juntos podrían, por ejemplo, reformar el artículo 57 de nuestra Constitución para garantizar la igualdad de género en la sucesión al trono o reformar la ley electoral para evitar situaciones como la presente, donde las minorías tienen secuestrada la voluntad mayoritaria de los electores.

Hablar de principios ahora es predicar en el desierto. Por un lado, se conformará una mayoría con una nube de partidos que ni saben lo que quieren. La gobernabilidad será poco menos que imposible, aunque la gesticulación será excesiva. De entrada, alrededor de un 15% de diputados y senadores, así como dos presidentes autonómicos, tres ministros y un miembro de la Mesa no han asistido al solemne juramento a la Constitución de S. A. R. la princesa Leonor, llamada a ser la próxima jefe del Estado. Cada uno puede pensar lo que quiera, pero tiene que ser coherente con lo que representa.

Los presidentes autonómicos representan a todos y cada uno de los ciudadanos de sus respectivas autonomías, por lo que no tienen ningún derecho a ausentarse a actos de este calibre por su propia ideología y menos a hacer declaraciones contra la monarquía desde sus cargos, sí lógicamente como personas. Y los parlamentarios que no creen en la monarquía o aceptan las reglas, o deberían renunciar a su acta, exactamente como hacen los diputados del Sinn Fein. Como no quieren jurar obediencia al Rey, no recogen su acta de diputados. Eso se llama coherencia. Aquí solo estamos para lo bueno, para lo que queremos y para cobrar, y nos ausentamos para lo que nos da la gana. Esta dejadez institucional solo logra una cosa, profundizar en el descrédito de nuestra clase política y su alejamiento de la ciudadanía.

Comparar el discurso de Peces Barba de hace 37 años con el de la actual presidenta del Congreso sonroja, de principio a final. Peces Barba recordó que todo mandatario debe ser siervo de la ley, algo que ahora alguno quiere olvidar. Armengol ni siquiera ha sido capaz de saludar de acuerdo con el debido orden protocolario, se ha quedado con el todos y todas, si bien al menos se ha olvidado de todes y se ha empeñado en hablar del poder del pueblo, supongo que para justificar las tropelías que están a punto de perpetrarse. Lo único bueno por parte de los diputados ha sido la rebelión de los aplausos al finalizar el acto del juramento que, probablemente, incomodaron a quienes se van a aliar con los enemigos de la Corona para perpetuarse en sus cargos a cualquier precio.

Y para poner la guinda, mientras se invita, y no van, a quienes la continuidad de la jefatura del Estado les importa un bledo (dicho por ellos en más de una ocasión) se humilla a uno de los principales artífices de nuestra democracia, S. M. el rey D. Juan Carlos. Gracias a él, y a políticos de una talla que hoy no existe, España se gobierna en democracia desde hace 55 años. Sabemos, con hechos, de todo lo bueno que ha hecho por España, pero le juzgamos solo por los chismes que nos ha contado la misma clase periodística que le reía todas las gracias cuando era poderoso. No tiene ni una sola causa judicial pendiente, ni siquiera está encausado. Pero damos por ciertas todas las maledicencias sobre su persona, agravadas por un autoexilio tan injusto como innecesario.

La ingratitud es una característica de los españoles y con D. Juan Carlos estamos siendo peor que ingratos, unos por fastidiar y otros por defender una institución de una manera que no creo que sea la más acertada. Dar por bueno el discurso de quienes van en contra de la monarquía para defenderla no parece, ni de lejos, la mejor de las defensas.

Con un país tan dividido como el que tenemos poco o nada se podrá hacer. Si la investidura no descarrilla en la última curva, todo puede pasar en un acuerdo tan poliédrico y con personas con tan poco sentido de Estado, tenemos por delante años, o meses, de parálisis legislativa, de mucha gesticulación y poca acción, siempre bajo la amenaza de una moción de censura por no cumplir con lo prometido. Y todo en una coyuntura más que compleja, con un mundo en guerra y una economía cada vez más debilitada, pendiente de unos fondos europeos que no llegan y sin una estrategia económica clara.

En estos momentos deberíamos acordarnos del harakiri de las Cortes franquistas, de la legalización del Partido Comunista o de la renuncia a los derechos dinásticos de D. Juan, por poner tres eventos que, entre otros, han hecho posible que hoy discutamos de temas tan transcendentes como el bienestar animal o la autodeterminación sexual, porque sin unas bases democráticas sólidas todo de lo que hoy se discute sería imposible.

En fin, tenemos lo que nos merecemos. Al paso que vamos, dentro de unos años pensaremos que quienes nos malgobiernan hoy eran hombres (y mujeres, y “entes”) de Estado.