La cuarta condición que Carles Puigdemont trata de imponer en la venta de sus siete votos, que los únicos límites a cualquier pacto sean los establecidos por los “tratados internacionales que hacen referencia a los derechos humanos”, siendo aparentemente enigmática es la más retorcida de todas y, paradójicamente, la que menos debate ha suscitado.
En España, los límites de los actos políticos en todas sus manifestaciones, incluidos los pactos, los fijan las leyes enmarcadas por la Constitución, y estos son los límites que Puigdemont quiere desbordar. Tanto más cuanto que el eventual comprador, el PSOE, repite que solo “comprará” en el marco de la Constitución.
Los dirigentes independentistas consideran la Constitución Española una “jaula” que tiene encerrada a Cataluña y le impide “volar”, o sea, independizarse. Con lo que llegamos a la bocacalle: Puigdemont rechaza la Constitución porque no permite la secesión y pretende sustituirla por otro marco normativo que la permita, así de sencillo. Lo intentaron con aquellas leyes de desconexión del 6 y 7 de septiembre de 2017, que inventaban un marco propio de Cataluña, algo insólito en el derecho público de Europa.
Y ya lo habían intentado mediante la resolución 1/XI de 2015 del Parlament, aprobada por la mayoría absoluta independentista, que declaraba que el Parlament, “como depositario de la soberanía, como expresión del poder constituyente”, y el procés no se supeditaban a las decisiones del Tribunal Constitucional, luego a la Constitución. La resolución fue anulada por el alto tribunal en diciembre de 2015.
La “cuarta condición” es un nuevo intento de ignorar la Constitución reemplazándola por tratados internacionales. El lado enigmático de la condición reside en la indeterminación de los tratados genéricamente invocados y en la ocultación (inicial) de las razones del interés de Puigdemont en esos tratados.
Los tratados relativos a los derechos humanos en sentido estricto constituyen hoy una constelación impregnada de la letra y el espíritu de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (1948), desarrollada y reforzada en los Pactos internacionales también auspiciados por la Organización (1966).
El instrumento que seduce a Puigdemont es el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en particular su artículo 1: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política”. El Pacto fue firmado por España y la ratificación, publicada en el BOE (30 de abril de 1977), luego, de acuerdo con el artículo 96.1 de la Constitución, forma parte de nuestro “ordenamiento interno”.
La interpretación de la aplicación del Pacto corresponde pues al Tribunal Constitucional, que no estima que esa “libre determinación” sea el derecho a la autodeterminación tan perseguido por el independentismo y que la “condición política” será la que resulte de lo establecido en la Constitución, en el caso de Cataluña es su Estatuto de Autonomía. Puigdemont no tiene manera de salirse de la Constitución, podía haberse ahorrado esta condición.
Pero insisten. Aún hay otra sutileza del razonamiento independentista en su intento de armar las bases argumentales en torno a la autodeterminación de Cataluña en la línea apuntada por Puigdemont, que tampoco convendría pasar por alto por el enredo dialéctico que conlleva. Y es considerar el derecho de autodeterminación un “derecho humano”, por consiguiente, los límites a los pactos abarcarían toda la normativa internacional referida a la autodeterminación de los pueblos.
Tampoco en este desvío encontrarán sostén jurídico. Se ha argumentado hasta la saciedad y el Tribunal Supremo lo rebatió pormenorizadamente en la sentencia del juicio a los dirigentes encausados por el procés (14 de octubre de 2019): el “derecho a decidir” no existe y el derecho de autodeterminación de la normativa internacional no es aplicable a Cataluña, que no es una colonia, ni está políticamente oprimida, situaciones ambas que solo los independentistas son capaces de sostener, sin sonrojarse, que Cataluña las padece. El Tribunal Constitucional ha rechazado los recursos de los condenados contra la sentencia del Supremo.
Los tratados internacionales sobre los derechos humanos constituyen, en efecto, una fuente directa de derecho y, por lo tanto, son una garantía más del ejercicio de derechos y libertades en nuestra democracia, pero no para lo que Puigdemont, sectariamente, los quisiera.
Por muchas condiciones que Puigdemont trate de imponer, el precio de la venta de sus siete votos tiene que caber en la Constitución, si no la autoridad controladora en última instancia de las operaciones de “compraventa” de derechos políticos, el Tribunal Constitucional, no la autorizaría.