Tiene razón Pablo Iglesias. Con la solemne ceremonia de jura de la Constitución por parte de la princesa de Asturias, la Corona envía el mensaje de que Leonor de Borbón y Ortiz será algún día reina de España. La continuidad de la monarquía parlamentaria está hoy más garantizada que en 2014, cuando Juan Carlos I se vio obligado a abdicar por su falta de ejemplaridad, sin que supiéramos si su heredero iba a poder establecer un cortafuegos suficiente.
Y es hoy más fuerte también que en 2017, cuando Felipe VI tuvo que salir a la dar la cara frente a la revuelta de las autoridades de la Generalitat. El Rey cumplió con su deber como garante de la continuidad y la permanencia del Estado, aunque ese duro discurso del 3 de octubre le ha pasado factura, si bien la hostilidad contra la monarquía por parte del separatismo y de la izquierda podemita no surgió entonces.
Solo hay que recordar el clima irrespirable en la manifestación de agosto, tras los atentados yihadistas en Barcelona y Cambrils, o el constante boicot a que los Premios Princesa de Girona puedan celebrarse en la ciudad del Ter, sin citar tantísimos ejemplos de retórica y gestualidad antimonárquica. Si los líderes del procés creyeron que podrían obligar a la democracia española a negociar un referéndum de secesión, la aparición televisiva del Rey deshizo por completo ese sueño.
Por su parte, los que esperaban dinamitar con la ayuda del separatismo el denostado “régimen del 78” para cambiarlo por una república populista, tampoco se lo perdonaron, y de ahí los constantes feos de Ada Colau hacia el Rey, a los que afortunadamente el nuevo alcalde, Jaume Collboni, ha puesto fin.
Seis años después, el independentismo está a punto de ser amnistiado a cambio de que Pedro Sánchez siga en la Moncloa. Ese trato se viste por parte de los socialistas de buenas palabras, como convivencia, reencuentro, etcétera. A muchos nos gustaría creer que hay algo de cierto en ello, de que efectivamente se pudiera hacer de la necesidad virtud. Sin embargo, las ausencias políticas e institucionales de ayer, en la jura de la princesa Leonor, demuestran una vez más que el separatismo no piensa transigir en nada, ni tan siquiera en el terreno de la buena educación.
No asistieron los diputados y senadores de ERC, Junts, Bildu, PNV y BNG a la reunión conjunta de las Cortes, pero tampoco los presidentes autonómicos del País Vasco y Cataluña, Íñigo Urkullu y Pere Aragonès, que son los representantes ordinarios del Estado en esos territorios. Su ausencia institucional es aún más grave y lamentable porque el juramento de la Constitución incluye una referencia a “la defensa de los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas”. Una jura por parte de la princesa y heredera del trono que ellos también deberían haber aplaudido. Una demostración del carácter compuesto del Estado español y de la relevancia del factor territorial, y que contradice las groseras descalificaciones que a diario hacen los separatistas. Todo lo cual demuestra, una vez más, la inutilidad de contentar a quien no quiere ser contentado.
Con los años nos hemos ido acostumbrando a ese tipo de desplantes, incluso a tratarlos de “legítimos”, como si la mala educación fuera aceptable. Además, por desgracia, la degradación de la vida institucional española ha llegado al propio Consejo de Ministros, con la ausencia en el acto de ayer de los tres responsables ministeriales de Podemos (Irene Montero, Ione Belarra y Alberto Garzón), que el mismo día intentaron aguarle la fiesta a la princesa, afirmando que trabajan sin descanso para que Leonor no pueda reinar nunca. Muchos otros diputados de Sumar tampoco fueron a la jura, como el secretario de la Mesa, Gerardo Pisarello, aunque sí la vicepresidenta Yolanda Díaz y el ministro Joan Subirats, que por lo menos son de la vieja escuela izquierdista de las buenas formas.
A las ausencias se sumó el discurso desdeñoso de la presidenta del Congreso, Francina Armengol, con una intervención redundante en lo políticamente correcto, de poca calidad intelectual, con el olvido de conceptos claves para la ocasión, como monarquía parlamentaria o sobre el papel arbitral y moderador del jefe del Estado. En cambio, Armengol quiso enfatizar la idea de “poder del pueblo”, cuando ayer lo esencial era el sometimiento de la Corona a la Constitución, al Derecho, al que todos nos debemos, también las Cortes.
En Europa, las monarquías dejaron de ser absolutistas para ser parlamentarias y constitucionales. La apelación al pueblo como axioma de bondad infinita y fuente de poder absoluto resulta igualmente peligrosa y demagógica. Esa es la retórica del populismo que Armengol hizo suya. Concluyendo, una jornada globalmente muy positiva para la Corona como pilar del 78, con una princesa que reúne muchas cualidades en su imagen pública, que promete ser un gran activo para la monarquía, pero llena de ausencias que manifiestan la honda crisis política y la gravísima fractura institucional que vivimos, y que Leonor heredará lamentablemente algún día.