Algo hemos ganado con el paso de Podemos a Sumar; algo, siquiera, en aquello que el presidente Zapatero llamaba el “talante”. En vez del ceño fruncido y el tono permanentemente admonitorio y reprensivo de Pablo Iglesias, ahora disfrutamos de la sonrisa permanente (cierto que con un punto tontiloco) de Yolanda Díaz. En cuanto a cordialidad y zalamería, Yolanda es muy superior a Pablo. Ahora bien, en cuando a habilidad dialéctica, cabe albergar algunas dudas.
Pablo solía ser desagradable e innecesariamente hiriente, pero tenía un discurso marxista leninista bien hilvanado, que emitía en periodos largos y que parecía retroalimentarse como un perpetuum mobile. Por suerte, en el Parlamento, el tiempo de hablar de cada uno está pautado, reglado. Al que se pasa, le desenchufan el micrófono. Pero cuando Pablo tomaba la palabra en los debates televisivos sus intervenciones eran interminables, veías a los contertulios rebullir en sus asientos, sofrenando el disgusto y la impaciencia. De ahí que haya encontrado en el aula y en la radio medios idóneos para sus peroratas monocordes. Investido con la autoridad que confieren la tarima profesoral y la dirección del programa radiofónico, puede Pablo hablar sin tasa, cuanto le pida el cuerpo.
Yolanda en cambio sonríe a destajo, como le hemos reconocido, y va mejor vestida y como más aseada que Pablo, y no es tan insultante, pero también es verdad que tiende a hacer cosas intempestivas y a soltar ocurrencias un poco disparatadas. Algunas incluso causan bochorno, y no ya por el contenido, que es siempre discutible, claro está, sino por su retórica.
El otro día, en un foro barcelonés dijo textualmente lo siguiente:
“Ustedes son gentes del Mediterráneo. Yo soy gallega. Me di cuenta, cuando mi hija fue a Madrid, que cuando le hablaba a sus compañeras del horizonte no sabían bien de qué les hablaba. Ustedes tienen el Mediterráneo. Levantan la mirada y ven el horizonte. Mirar al horizonte es clave para cambiar la vida de la gente.”
Con estas extrañas frases trataba, seguramente, de captar la benevolencia y la complicidad de los asistentes catalanes, “gentes del Mediterráneo” que cuando levantan la cabeza no ven la pantalla del ordenador o los coches bajando por la calle Balmes, sino el mar. En sintonía con ella, que cuando levanta la vista ve el Océano Atlántico o el mar Cantábrico, como todos los gallegos, y en oposición y superioridad sobre los castellanos, especialmente los madrileños, que lo único que ven en toda su desdichada vida es un paisaje de edificios, rascacielos y corralas, por el que la vista no puede expandirse ni la imaginación armar ideas imaginativas, transformadoras de la vida de la gente.
Esas frases tienen miga. Está bien, en cuanto a retórica, mencionar la patria chica, y a la propia hija, son referencias que acercan y humanizan el discurso: recuerdan que la oradora no es una abstracción, sino que viene de algún lugar concreto, al que se siente ligada, y encima es madre, lo cual siempre infunde confianza y sugiere la idea de abnegación, de generosidad, de adhesión al mundo y a la vida. Hasta ahí, Yolanda, bien.
Ahora bien, hay algo que chirría en la anécdota metafórica del “horizonte”. Tratemos de imaginarnos a la chica, a la hija de Yolanda Díaz, lejos de las tierras de Rosalía de Castro y del mar, en secano, en su colegio madrileño. Un día, en el patio de recreo, a la hora de la merienda, a la niña se le ocurre –vaya usted a saber por qué--, mencionar a sus compañeras “el horizonte”. Y sus compañeras, asombradas, interrumpen la masticación del pan con chocolate, o del Tigretón, o de lo que sea que meriendan:
--¿Eeeeeh? ¿El qué? ¿El horizonte? ¿Y eso qué es?
Y la hija de Yolanda con máxima paciencia intenta explicárselo: “¿No lo comprendéis? Si es muy sencillo…” Pero nada, no hay manera, no lo comprenden. Incluso hay una que masculla “hay que ver qué cosas más raras dice la gallega”.
Todo esto resulta un poco forzado e inverosímil. Si cree doña Yolanda que con esta retórica va a conseguir la simpatía del respetable público y la anuencia a sus propuestas, probablemente va errada: con eso de que los catalanes vemos el horizonte se le nota demasiado el propósito adulador. Y la adulación es una fuerza persuasiva fenomenal, desde luego, pero hay que saber desplegarla con un poco de sutileza, porque si se nota en exceso… el adulado puede incluso sentirse ofendido.
Semejante sarta de tópicos y de fábulas marinas tontorronas nos dejan primero estupefactos, luego un poco molestos por tan basta necedad, pero por fin nos regocijamos, de tan perfecta y redonda que es. Y nos quedamos a la espera del siguiente disparate. Del siguiente “horizonte”. Ojalá que Yolanda Díaz no cambie a los redactores de sus discursos. Los de ahora están dando bastante juego.