No existe ningún espectáculo más fascinante que contemplar a un cónclave de creyentes justificar, con bobería solemne y trompetería, los mandamientos de su religión, inventada por ellos mismos y sostenida, frente al principio de realidad –esa gran molestia para cualquier iglesia–, contra el viento, las mareas insomnes, la igualdad (en derechos y en deberes) y la propia democracia. En esto consistió básicamente el número que esta semana nos dedicaron –desde aquí les damos las gracias– los juristas de Sumar, la nueva marca del comunismo zen, trufada de un tiempo a esta parte por el carlismo catalán y la reacción nacionalista. 

El ceremonial fue superior a cualquier ópera del Liceu. Es sabido que, cuando no se tienen argumentos sólidos, se inventan. Y, cuando se carece de razones, se camuflan las evidencias con el nominalismo posmoderno, que exige cambiar el nombre a las cosas a capricho. Los ilusionistas de circo, profesionales en la materia, dominan como nadie este arte del sortilegio que permite hacer aparecer un conejo de una chistera. Los catedráticos –“de reconocido prestigio” (en su cátedra unipersonal)– carecen por desgracia de su oficio, así que en este caso tuvieron que emplearse a fondo para manipular el espíritu de las leyes, torcer el derecho y hacer pasar por milagro (con solvencia) lo que es puro escabeche. No puede ser. 

Después de deleitarnos con la función de Sumar y sus sofistas, que se reivindicaban a sí mismos como juristas, pero en realidad allí ejercían de políticos seniors, los más veteranos de entre ellos lectores rendidos in illo tempore del Libro Rojo de Mao, no podemos sino concluir que la nave España, en su viaje hacia la galaxia desconstituyente, que para asombro del mundo nadie ha votado, porque el mandato de las urnas no incluía la amnistía, ni el referéndum, ni la plurinacionalidad, ni el mundo piruleta que nos anuncia la Cofradía de la Sonrisa, vive un nuevo tiempo que podríamos bautizar como la era del catecismo feliz. Se aproxima un régimen simpático y bondadoso con un mandamiento único: “En España los jueces sobran”. Todo el poder para el pueblo. 

La amnistía de la izquierda, que es peor que la de los independentistas, implica el exterminio de la ley y la génesis de una nueva religión con sus sacramentos y su santoral: un Rey Insomne, un hada madrina –en Ferrol todavía creen en las meigas buenas– y un coro de fariseos leguleyos. Esto es: seguidores entusiastas de la secta. Barras bravas que aparentan rigor y compromiso –la austeridad les cuesta más– al postular una ley cuyos preceptos eluden, mientras sustituyen el interés general por el propio. El PSOE y Sumar se han repartido los muñecos del guiñol.

Su propuesta de amnistía, que a última hora ocultó su articulado, es el nuevo Retablo de las Maravillas. Falaz desde el primer punto hasta el último, miente a sabiendas. Trata a los ciudadanos –sobre todo a sus propios votantes– como niños de parvulario e, igual que los catequistas, envuelve en diabéticos mensajes de paz y concordia la renuncia total a los viejos principios republicanos: libertad, igualdad y solidaridad. 

La Academia sueca debería darles el Nobel de la Paz, aunque en España no haya ninguna guerra ni en Cataluña exista ningún conflicto con quien respeta la ley democrática. El ejercicio de impostura fue descomunal e inenarrable. Pese a su complejidad, intentaremos, no obstante, resumirlo en unos apuntes a vuelapluma.

Los sofistas de Sumar, convocados por Jaume Assens, para quien Puigdemont no es un prófugo de la Justicia porque obedece a la legalidad belga, cuyas fuentes del derecho deben ser más antiguas que la Torá, se apoyaron en la Constitución alemana para enmendar la española. Amparándose en esta cabriola concluyen que la amnistía es legal y pertinente. De aquí se colige que –según los catedráticos del Partido de la Autoayuda– los españoles somos todos alemanes. Ist es jetzt verstanden? 

¿Qué tiene diablos que ver la Carta Magna germana con la española? se preguntarán ustedes, queridos indígenas. Niente. Pero eso, según nos ilustró Nicolás García Rivas, el vocero fariseo, que canta misa en el colegio catedralicio de Castilla-La Mancha y es experto en las mentiras dichas ante notario, es una cuestión “menor”. Pura minucia. Semejante argumento merecería burla y lástima, pero reírse o llorsar serían actos precipitado. Aún hay más.

El insolvente dictamen de Sumar –descomunal, soberbio, fantástico, un ejemplo para la ONU, según sus autores, que están encantados de conocerse y no tienen abuela– da para partirse la caja entera del pecho. Su doctrina es tan grotesca que afirma que quiere contribuir al debate cuando lo que su mayoría in fieri busca es que no se discutan sus deseos. Los españoles no han votado ni un cambio constitucional ni otorgaron a los diputados un mandato sin límite. Si quieren debatir, basta con repetir las elecciones y que cada partido defienda abiertamente la amnistía, el referéndum o el dogma concepcionista. Cada cual que vote según su criterio. 

No lo harán ni muertos. Los aspirantes (en funciones) desean imponerle un cerrojo de cuatro años a la democracia española, secuestrando la voluntad popular y sustituyéndola por la demagogia populista. La estampa es colosal: los apóstoles del asamblearismo huyen de las urnas españolas pero apoyan volver a poner las de plástico en Cataluña. La izquierda española ha olvidado a Machado: “No hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en el que nadie sabe su papel. Procurad los que vais para políticos que vuestra máscara sea en lo posible obra vuestra; hacéosla vosotros mismos para evitar que os la impongan vuestros correligionarios”. Ellos ya han caído en la celada de la que advierte Juan de Mairena. Su careta no es social. Es independentista.

Pero no seamos tan negativos. Veámosle el lado positivo. El PSOE y Sumar ya son tuertos ilustres. Han resuelto ignorar los derechos de los catalanes no independentistas, que son la mayoría. Tienen puesta una venda en los ojos para no mirar las imposiciones de la inmersión lingüística. Y se disponen, bondadosamente, a asesinar la igualdad civil por los siete votos que necesitan para ocupar la Moncloa. Siendo infame todo esto, no es lo peor.

El colofón de su catecismo incluye la aseveración de que cada autonomía pueda establecer normas criminales particulares. La cosa no sólo es un disparate. Es la evidencia de que el social-nacionalismo –sección oportunidades– no quiere sólo apropiarse de la caja común de nuestros impuestos. Desea también decretar en cada aldea quién es un criminal y quién un héroe. Amnistía, independencia, el dinero de todos y un derecho penal a la carta. Éstos son sus principios. Si Julio Anguita –que en paz descanse– resucitase, volvería a morirse. Che vergogna.