Me llegó un mensaje al móvil y se disparó la voz de alarma: "Has pasado cinco horas diarias conectada a las redes". O sea, enganchada. "No puede ser", iba a responder a Mr. Google mientras buscaba una justificación para semejante dislate. No se admitían respuestas y, además, dados los detalles, parecía cierto. He pasado un septiembre negro, de mucho Twitter (llámenle X), de demasiadas explicaciones a anónimos personajes --muchos ultranacionalistas-- decididos a ponerme verde por no comulgar con sus credos. Al parecer, dediqué 140 horas del mes pasado intentando debatir con gente con la que nunca hablaría en la vida real. ¡Cuánto tiempo perdido! 

Se acabó. Voy a pasar página y pantalla. He decidido abandonar la red de Elon Musk, cada día más llena de agresores y agredidos. Todo vale. Te sorprenden con cualquier burrada atemorizadora --"sabemos dónde vives e iremos a buscarte"-- o con algún consejo ridículo --"sal de Cataluña y llévate a tu perro"--. Y es casi imposible conseguir que los expulsen. Si los suspenden, vuelven con otro alias tan enfadados, o con más odio, que cuando los echaron. Los ultra-trolls --personajes digitales de cómic de terror-- nunca se cansan de perseguir e insultar. Hay bandas que actúan en grupo y te llenan el ordenador de insultos en minutos.

Me han agotado, aunque no sé si esta decisión será para siempre. Por el momento, la meta es aguantar sin entrar en X hasta el año próximo. No será fácil; llevo una década en esa trinchera, con mi foto, mi nombre y apellidos, dando la cara en una red de anónimos. He hecho callo emocional; pero hay que enfrentarse a la adicción. 

Antes de que existieran las redes, esa conexión constante y fácil que a muchos (seamos sinceros) nos gusta, vivíamos con menos tensión. El odio, aunque solo lo recibas a través de la pantalla del móvil, genera desazón, ansiedad. Y es contagioso. Acabas creyendo que esa gente, a la que no conoces ni conocerás nunca, forma parte de tu vida. Te empeñas en hablar con ellos, en debatir con extraños maleducados. Cuando te dicen que, con tu ingenioso "zasca", has ganado la batalla, te sientes feliz. Suena patético, pero así son las cosas.   

Twitter es la guerra: "Estamos para lo que estamos, señora". Y te pones a ello. Sin darte cuenta, acabas por tomarte en serio las animaladas que te suelta cualquier patán. Incluso le contestas. Luego, cuando sales a la vida real, respondes con la misma celeridad y mala gaita. 

Les pasa también a los jóvenes que echan horas matando enemigos digitales en juegos de guerra masivos. El hijo de un amigo me confesó: "Acabo agotado, hecho polvo, pero necesito enfrentarme, disparar, ganar. Luego me cuesta volver a la vida real, sentarme a cenar y hablar de cómo me va en el colegio". Sus colegas son los de la red; a su mejor amigo ni siquiera lo conoce, vive en otra ciudad.

A mí me ha pasado algo similar con Twitter. Antes de hacerme el desayuno, miro la red, cuelgo algún artículo, leo a quienes opinan sobre la amnistía de Puigdemont (desde un lado y el otro), escribo dos líneas a un chalado que me ha dejado varias groserías, bloqueo a un experto en amenazas… Así llevo más de una década, queriendo saber qué se cuece, aguantando el chaparrón y devolviendo rayos.

A muchos de mis seguidores o personas a las que sigo les tengo verdadero aprecio. Anna, Uhtred, Pota Blava, Joaquim, Ignasi, Pedro, Sonia, Jesús… Me sabe mal perderlos de vista. Voy a echar de menos los comentarios sobre la última serie que les ha gustado, el consejo para ir a comer a una tasca poco conocida en Madrid o Barcelona o Huelva, sus ingeniosas opiniones.  

Quiero que diciembre me pille con espíritu navideño, cantándole a mi nieto villancicos, en catalán y en castellano, sin mirar de reojo el teléfono. Me limitaré a entrar en las redes blandas, en Instagram o en Facebook, de vez en cuando. Allí, los amiguetes hablan de literatura y cuelgan fotos. Ya me vale.   

Recuperaré las mañanas, aprovecharé el momento. Tengo una lista larga de cosas pendientes: acabar una novela que empecé hace un año, escribir con calma mis artículos semanales, el yoga, andar 10.000 pasos diarios, visitar a mis mayores, quedar con los amigos, leer a escritores noveles y releer a los clásicos. Sobre todo, intentaré ayudar a los hijos que, ahora, son los que de verdad trabajan. Con esos sueldos, necesitan abuelos canguros.

No se sale feliz de una travesía de cinco horas diarias en las redes. Tenemos demasiadas cosas por hacer, bastantes razones para sonreír, como para perder horas con los repost en la muy negra equis del señor Musk. Hoy empiezo a recuperar mi tiempo perdido.