Los prebostes del separatismo parecen emperrados en demostrar la vieja sentencia sobre los seres que tropiezan con la misma piedra. Cada día repiten machaconamente la cantinela del referéndum y otras lindezas similares, para pasmo de la feligresía lisa y corriente. No se apean de la burra ni a tiros. Sus exigencias dejan meridianamente claro que siguen sin escarmentar.
El desastre que ocasionó el alarde del 1 de octubre de 2017, la inestabilidad social subsiguiente y la fuga masiva de empresas, deberían haber hecho reflexionar a los gobernantes juiciosos.
Pero el milagro no se ha obrado. El famoso seny que supuestamente adorna a los moradores de estas tierras, hace tiempo que se esfumó. Los secesionistas continúan empeñados en perpetrar los mismos disparates con una contumacia digna de mejor causa.
Necesitamos sosiego, templanza, que los representantes públicos se dediquen a trabajar por el bienestar de los habitantes y destierren de una vez por todas las aventuras extravagantes. Cuanto se desvíe de ese objetivo cardinal es una pérdida de tiempo y de dinero para los contribuyentes. Y no andamos sobrados ni de una cosa ni de otra.
El expresident Jordi Pujol solía proclamar cada dos por tres el fet diferencial de Cataluña. Con ello pretendía sentar el principio de que somos distintos del resto de los españoles. Es decir, mejores. Quién sabe. Quizá Pujol tenía razón y en esta esquina nororiental de la península los ciudadanos son más guapos, altos y rubios que en otros confines del país.
Tras cuatro décadas de excesos indentitarios y patrióticos, bien puede decirse que aquí hemos alcanzado a estas alturas del siglo XXI, por fin, la cima del fet diferencial distintivo.
Gracias a las maravillosas recetas que viene aplicando la Generalitat, antes manejada por la tropa de Convergència-Junts y ahora por la de Esquerra Republicana, nos hemos erigido en una taifa autonómica original.
A modo de apretado resumen, se me ocurren cinco grandes singularidades que la convierten en única en Celtiberia.
Primera, el infierno fiscal que la ciudadanía soporta con resignación lanar y es el más sangrante de España.
Segunda, la gigantesca deuda por importe de 86.000 millones, que ha generado la gestión de unos políticos manirrotos e incapaces de cuadrar los presupuestos ni a martillazos.
Tercera, el inmenso aparato de nada menos que 360 empresas, entidades, corporaciones, consorcios y otros chiringuitos oficiales, con su cohorte de miríadas de enchufados y paniaguados.
Cuarta, los fastuosos sueldos que se han autoasignado los gerifaltes del Govern, hasta el punto de ser los mejor pagados del Reino. Dos centenares de ellos devengan cada año unas retribuciones superiores a las del mismísimo presidente del Gobierno.
Y quinta, se ha instaurado una tupida red de radares de tráfico, dedicados a recaudar a destajo, que se han propagado como una pandemia vírica por las carreteras y vías urbanas hasta lucir el récord en número de cachivaches por kilómetro.
Estos cinco extraordinarios atributos de identidad propia, mezclados convenientemente en una batidora, componen un mejunje soberbio. Los catalanes deberíamos estar agradecidos a los políticos vernáculos presentes y pasados. No cabe ninguna duda de que es difícil hacerlo mejor que ellos.