Una de mis películas favoritas cuando era pequeña era Chitty Chitty Bang Bang, un musical de 1968 protagonizado por Dick Van Dyke, mi primer gran amor imposible. En esta ocasión, Van Dyke no es un atractivo limpiachimeneas que ayuda en lo que puede a su amiga Mary Poppins, sino un inventor viudo llamado Caractacus Potts que se desvive para que sus dos hijos estén siempre alegres y contentos.
Su invento más reciente, Chitty Chitty Bang Bang —un viejo coche de carreras que ha logrado transformar en un vehículo capaz de volar y flotar—, los empujará a vivir una gran aventura, aunque para mí su invento más sorprendente es otro: la “máquina de desayuno”, un estrafalario cachivache capaz de servirte un plato de salchichas con huevo. Potts baja la palanca del interruptor y, tras un chispazo alarmante, una locomotora de juguete empieza a empujar platos vacíos por una vía de tren hasta llegar a la rueda donde se cuecen salchichas. Mientras Potts canta una canción sobre el amor filial (“Si eres feliz, o desgraciado, que siempre ha pasado, alguien ha de haber a quien le des tu amor. Alguien querido, mis pequeños, sois vosotros…”), las salchichas caen en el plato y la máquina pasa a la siguiente operación: agarrar un huevo, cascarlo sobre el plato y colocar debajo un fogón para lograr un huevo escalfado. Pasados unos segundos, el plato se desliza por las vías de tren, cruza un puente y llega a su destino: la mesa de la cocina, donde los comensales esperan hambrientos. “¿Podemos rebobinar?”, le rogaba al primer adulto que se acercara a la salita de la tele de casa de mis abuelos, dueños de una formidable colección de películas antiguas en formato Betamax.
No sé cuántas veces llegué a ver la escena de la máquina de desayuno. ¿Sería una premonición de lo poco que me iba a gustar cocinar en el futuro? “Cómprate una Thermomix”, me dicen ahora. No sería lo mismo. La Thermomix no es un robot divertido, y encima ocupa mucho espacio. En mi casa no queda espacio para nada, está invadida por los juguetes de mi hijo.
Conscientes de lo difícil que es optimizar un espacio doméstico, en 2017 una pareja de ingenieros de Silicon Valley tuvo una idea brillante: crear un robot capaz de almacenar en el techo el mobiliario que no estés usando en ese momento: desde el armario de la ropa al escritorio o la cama. “Tuve la idea mientras veía los dibujos animados de La casa de Mickey Mouse con mis hijos. La casa se transformaba por arte de magia en una cocina para Goofy, en una pasarela de moda para las creaciones de Minnie... así que me propuse construir una casa de Mickey Mouse en mi garaje”, explicó recientemente a The New Yorker Sankarshan Murthy, exingeniero de Apple y Tesla, y cofundador de la startup Bumblebee Bee Spaces. Con base en San Francisco, Bumblebee Spaces ofrece a interioristas y decoradores la posibilidad de instalar su sistema de muebles levitantes, que suben y bajan con un simple clic en el iPhone (Mickey lo hace con su Mickeyordenador). Los armarios y cajones llevan incluso una cámara para que desde el móvil el usuario pueda ver su contenido sin tener que bajarlo al suelo, o pedirle al robot que lo extraiga. “Bájame la caja de grúas y camiones de mi hijo”, le pediría.
Lamentablemente, la idea era demasiado compleja y la empresa se ha visto obligada a bajar la persiana al no lograr cerrar una segunda ronda de financiación. Pero yo confío en que la casa de Mickey Mouse se hará pronto realidad.