Hay que ver qué paradojas tiene nuestro ordenamiento jurídico y nuestra administración de Justicia. Como toda obra humana, presenta imperfecciones.

A menudo es de una severidad y malicia exageradas, sobre todo en los asuntos de poca monta, por ejemplo, las multas de 200 euros por cualquier infracción del Código de Circulación o la compra masiva de radares para poder pillar a los conductores de velocidad excesiva. Si no fuese por lo mucho que respeto a la autoridad, cualquiera que sea, diría que ese celo punitivo y esa avidez recaudatoria son indecentes e impropios de un Estado democrático.

Otras veces la ley es de clamorosa arbitrariedad, como por ejemplo los indultos y amnistías con los que el Gobierno del PSOE cancela las penas de sus amigos y socios, conculcando alegremente la letra y el espíritu de las leyes y las decisiones de los magistrados.

Y a veces, acaso por un prurito de benignidad y de compasión, es de una levedad terrorífica.

Educado en el libertarismo y en la convicción de la tolerancia, jamás (“jamás” era una palabra que no pensaba escribir jamás), jamás creí que desearía un castigo más severo para mis semejantes, los hombres.

Hace unos días ha sido liberado Joaquín Ferrándiz, que llevaba 25 años en prisión por asesinar a cinco mujeres e intentarlo con dos más. Por esos delitos le cayeron 69 años, pero la pena máxima de la ley entonces eran 25.

Los psiquiatras dicen que se ha "curado". Él dice que está arrepentido y que se irá de España para no ofender con su presencia a los parientes de sus víctimas. Le honra ese escrúpulo, pero con semejante pasado, y pese a lo que digan la Justicia española y la psiquiatría, compadezco a las mujeres francesas. Y no diré más. Me avergüenzan mis propios pensamientos.

Jesús María Zabarte, El carnicero de Mondragón, es un etarra que tiene a sus espaldas 17 asesinatos. Él los llama "ejecuciones". Le ha "costado" cada "ejecución" un año y medio de cárcel. Ahora, pagada su deuda con la Justicia, luce unos coquetos pendientes en las orejotas, lleva unas vistosas patillas entrecanas, y se cubre con una boina Elosegui de tamaño familiar. Parece un abuelete simpaticón, un poquito excéntrico, eso sí.

En las elecciones, Jesús María, muy querido por sus vecinos y por los vascos en general, vota, en el uso de sus derechos democráticos, a Bildu. Faltaría más.

Cualquier día Otegi, el amigo del alma de los convergentes, ercos y cupaires, que lo invitaron y agasajaron en Barcelona, le exige a Sánchez que lo nombre ministro del Interior.

¿Y en tal caso qué hará Sánchez? ¡Uy, quién sabe! ¡Menudo compromiso!

Tony King, el asesino, en 1999, de Rocío Wanninkhof y de Sonia Carabantes, saldrá de la cárcel, si no consigue reducciones de condena por un concepto u otro, dentro de diez años. Tranquilas, chicas, probablemente para entonces habrá corregido sus impulsos. O se irá a darles rienda suelta a su país, Inglaterra.

En principio todo esto parece poco sensato. Algo extraño, como esos casos de carteristas que son atrapados cincuenta, cien veces, y cada vez puestos en libertad de forma automática, para rechifla del policía que los detiene, como Sísifo en los Infiernos.

Pero no soy jurista. Seguro que los legisladores saben mejor que nosotros lo que nos conviene. Y tienen una idea más precisa de lo que queremos. Confiemos en ellos. Aunque cuando lleguemos a casa de noche nos parezca ver en las sombras de la portería la silueta de un asesino al acecho.