El resultado de las recientes elecciones parecía favorecer la salida del descomunal embrollo al que nos ha llevado el procés. Sin embargo, han bastado pocos días para adentramos nuevamente en un escenario de desorientación y radicalidad que dificulta el retorno a la normalidad.

Recuperar la estabilidad requiere de una mayoría ciudadana, que la hay, y de unos dirigentes políticos capaces de entender el contexto, con la suficiente destreza para desactivar las minas que ha dejado la batalla y, a la vez, visualizar cómo dar fin al conflicto. Nos esperan años de numerosas sentencias condenatorias para responsables del procés, como la reciente y contundente condena al exconseller Buch. Así, la única forma de pasar página es con medidas de gracia, sustentadas y con el máximo apoyo posible.

Una tarea de una enorme complejidad, que requiere de una finezza política que no se percibe en absoluto. Por el contrario, el escenario facilita la emergencia de políticos que parecen disfrutar sembrando de nuevas minas el paisaje catalán. De manera destacada, y lo comentábamos hace una semana, es el caso de Carles Puigdemont, a quien la aritmética parlamentaria le ha dado la posibilidad de resurgir con toda fuerza. De nuevo, lejos de defender los intereses generales de Cataluña y de negociar, con sentido de la mesura y la oportunidad, se muestra chulesco y pomposo, no ya para exigir la amnistía, sino que, dándola por descontada, va a por la autodeterminación y, si conviene, la unilateralidad.

La derecha, que andaba desorientada, no ha dejado pasar la oportunidad para rearmarse y, por ejemplo, este jueves, la presidenta madrileña afirmaba con todo convencimiento que “cuando uno de Extremadura, uno de Parla, uno de Móstoles se va a trabajar a Cataluña es un charnego y va a ser eternamente una persona de segunda por ser español y no querer renunciar a ello”. Una muestra extraordinaria de desconocimiento o de cinismo o de ambas cualidades al mismo tiempo.

Más allá de las apariencias, en el fondo Carles Puigdemont e Isabel Díaz Ayuso se parecen en mucho; así, en esa misma vacuidad y capacidad para fracturar, que los lleva, ahora, a enredar aún más el panorama. ¡Qué difícil lo tiene Cataluña!