En un diccionario, tan breve como delicioso, Fernando Savater advertía sobre los peligros de la profesionalización de los políticos y subrayaba, además, la responsabilidad ciudadana para no dejarles hacer sin control alguno. En democracia, los políticos deberían ser nuestros “mandados”. Así los denomina Savater, que también los compara con el buen chófer que no nos debe llevar a donde él quiera, “sino a donde entre todos hemos acordado ir: y si conduce bien, si se sabe el camino o incluso encuentra atajos respetables, nos ahorra el fastidio de tener que estar dándole indicaciones durante todo el trayecto… Pero conviene no descuidarnos nunca demasiado, por si en un mal momento da una cabezada y se sale de la carretera…”.

No sólo hay políticos chóferes que se comportan como si fuesen los dueños del camino y de la vida de los pasajeros. Los votantes pueden identificar también a aquellos políticos que actúan como aprendices de dictadores al estar convencidos de haber venido al mundo con “botas y espuelas”, como denunció Thomas Jefferson en 1826 ante la mentalidad de muchos privilegiados, convencidos de que la mayoría de los humanos habían nacido “con la silla de montar a la espalda”.

El caso de Pedro Sánchez es un ejemplo de manual sobre cómo un profesional de la política acaba conduciendo el país de manera torticera y engañosa, mientras eleva a máxima ideológica aquella simpleza absolutista atribuida a los déspotas reformistas del siglo XVIII: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. No debería ser necesario que la ciudadanía tuviese que recordarle que, si no es capaz de cumplir –como ya es público y notorio— con el compromiso previo de su programa –y, por tanto, con sus votantes—, la única salida no es convocar nuevas elecciones, sino dimitir y retirarse definitivamente de la política.

Vista la deriva actual del parlamentarismo español es todo un reto encontrar un político profesional que dé muestras sobradas de estar cumpliendo debidamente con su tarea. Es clamoroso y vergonzoso el mutismo de los diputados socialistas ante la subasta del Estado de derecho que está liderando su caudillo, con el único fin de mantenerse en el poder. Aún más ruidoso es el silencio de las señorías de Sumar –supuestamente de izquierdas— después del incalificable viaje de su sonriente jefa a Bruselas para reunirse con el ultraderechista Puigdemont. El resultado del encuentro es un retrato fiel del reaccionarismo español. Y mientras, el PP a verlas venir, perdido entre sus errores y sus dudas.

El debate sobre la injustificable e innecesaria amnistía está ocultando cuál es la principal tensión que atraviesa la política en España tras el resultado de las últimas elecciones. Se ha opinado mucho sobre la antidemocrática representatividad del nacionalismo periférico y la desmesurada capacidad de estas minorías para determinar la política de las mayorías. Se ha apuntado también que ha retornado el bipartidismo, aunque de momento sea un paso estéril por el sobrepeso del bloquismo. Pero queda, entre otras posibles tensiones, una que no se ha valorado suficientemente. El teórico del absolutismo francés del siglo XVII, Jacques-Bénigne Bossuet, definió muy bien la política: “El acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar y aquellos que no desean salir”. Ha sido un año perdido, con el poder legislativo paralizado y con el Estado de derecho amenazado. Y todo porque los políticos son incapaces de asumir que el relevo en el corral parlamentario suele ser tan sencillo como cotidiano: las gallinas que entran por las que salen.