“Los Mossos d'Esquadra no descartan ninguna hipótesis…”
Son asombrosas las investigaciones de Sara Cid e Ignasi Jorro en Crónica Global sobre los saqueos de tumbas en el cementerio de Montjuic. Este diario avanzó en exclusiva el 11 de julio que los Mossos d'Esquadra habían tenido que desplegar drones con cámaras térmicas para cazar a bandas de cacos que reventaban nichos para robarles las joyas o arrancarles dientes de oro.
Como bien dice Jorro, “la historia es tan macabra que tienen suerte en el Ayuntamiento de Barcelona de que no haya traspasado fronteras. Los medios internacionales, en especial los tabloides de algunos países, se podrían poner las botas”. Supongo que se refiere a esa prensa sensacionalista británica, que suele dar noticias muy amenas por grotescas, aunque, no todas, por cierto, sean veraces.
Las profanaciones de tumbas, de nichos y mausoleos, ya se daban, en realidad, décadas atrás. Muchos túmulos distinguidos cuentan con elementos decorativos de metal, sean aros, verjas, barandillas, peanas, placas, candelabros, etcétera, que atraen a comerciantes sin escrúpulos. El Día de los Difuntos, los parientes van a llevar flores a los difuntos de la familia y se la encuentran mutilada.
Estas tropelías nos parecen especialmente repugnantes por la contradicción entre el bajo materialismo del ladrón y los complejos sentimientos de respeto, dolor y trascendencia inherentes al culto a los difuntos; se conculca cierto sentido de decoro y de honra a los restos humanos, que será en el fondo irracional –pues los cadáveres ni sienten ni padecen— pero es innato a la humanidad.
Ahora bien, una cosa es llevarse los ornatos de una tumba y otra, bastante más repulsiva, es reventar la lápida para extraer a los cadáveres los dientes de oro o las joyas con las que se les sepultó. Lo menos que se puede decir es que es algo de muy mal gusto. Claro que ya en el Antiguo Egipto menudeaban los saqueadores de tumbas, que todavía hoy se siguen saqueando, aunque ya no sea para el lucro particular sino para alimentar museos y colecciones particulares en nombre de la ciencia, la cultura y la egiptología.
En el actual caso barcelonés lo que ya hace arder el pelo es la hipótesis policial, adelantada por este diario el pasado miércoles, de que sean precisamente algunos empleados de los cementerios los culpables de tan impío trajín nocturno. Que no puede, por otra parte, ser un negocio demasiado lucrativo, o eso suponemos, pues ya las familias no entierran a los suyos con joyas, ni se estilan las piezas dentales de oro, salvo en ciertos casos étnicos o roqueros.
Este asunto recuerda el espléndido cuento Las ratas del cementerio, de Henry Kuttner (1915-1958), uno de los escritores de relatos de terror y brujería del círculo de Lovecraft, recogido en Los mitos de Cthulhu.
Masson, el sepulturero del cementerio de Salem (ciudad ya maldita por sus brujas, etc), sostiene desde hace años una lucha sorda con las ratas, que son excepcionalmente grandes, del tamaño casi de gatos, e infestan el cementerio. Él lleva siempre pistola al cinto, y en cuanto sorprende a alguna le pega un tiro. Les tiene mucha manía, porque son terribles competidoras en un negocio secreto:
Masson tiene la costumbre de desenterrar por la noche los cuerpos que ha inhumado durante el día, para despojarles de sus dientes de oro y joyas. También vende los cuerpos a estudiantes de medicina y médicos sin escrúpulos. Pero a veces, al abrir el féretro lo encuentra vacío, y con un boquete en un extremo, por donde las ratas, que se le han adelantado, se han llevado el cuerpo para darse con él un festín en alguno de los túneles que tienen excavados en el subsuelo del cementerio.
Una noche en que abre la tumba de una mujer acaudalada a la que ha enterrado esa misma mañana y cuyas joyas ambiciona, alcanza a ver cómo sus pies desaparecen por el agujero del extremo de la cabeza: las ratas se le han vuelto a adelantar, pero esta vez sólo por unos segundos.
Ciego de rabia y codicia y sin pensarlo dos veces, Masson se precipita dentro del ataúd y, blandiendo en una mano la pistola y sosteniendo en la otra la linterna, se cuela por el boquete y entra en el túnel, decidido a recuperar el cadáver a tiros.
Parece que va a dar alcance al escurridizo botín… pero, ay, el túnel se bifurca. Y vuelve a bifurcarse. ¿Por qué ramal seguir ahora? A cada minuto la situación es más opresiva. El petróleo de la lámpara se va agotando, su luz es cada vez más tenue. Hay que regresar, pero dar la vuelta es imposible, porque el túnel se ha hecho demasiado angosto; y las ratas, que antes eran huidizas, se acercan cada vez más, por delante y por detrás, emitiendo chillidos…
Etc. No sigo el relato, lo dejo aquí, advirtiendo al lector que el final es inolvidable.
No les deseo a los saqueadores de tumbas de Montjuic el mismo destino de Masson, el sepulturero de Salem, pero sí que sean pillados y se les aplique el castigo que su reprobable praxis merezca.